Ella lo sintió tan cerca, su piel contra la suya, la dureza de su cuerpo masculino pegada a su espalda. El olor de Damián, una mezcla de su perfume y el jabón, la envolvió, y un escalofrío recorrió su espina dorsal. Alice cerró los ojos con fuerza, deseando que aquello fuera un sueño, pero la realidad de su situación era innegable. La cama se sentía diminuta con la presencia de él a su lado, y el sonido de su respiración profunda llenaba el silencio de la habitación.
—No te hagas la dormida, Alice —la voz de Damián, ronca y baja, la hizo estremecer—. Sé que estás despierta.
Ella no respondió, aferrándose a la última pizca de dignidad que le quedaba. Sintió cómo él se movía, y por un momento, pensó que la iba a tocar, pero en cambio, la sábana fue deslizada suavemente sobre sus cuerpos. El calor del contacto no deseado la quemó, y se preguntó cuánto tiempo más podría soportar esta farsa.
—Buenas noches, esposa —susurró Damián, y aunque sus palabras fueron suaves, para Alice sonaron a un