Cap 6: El Silencio de la Luna

Narrado por Ronan Draven

 Han pasado tres días desde que la pequeña omega abrió los ojos.

 Tres días observando cómo el miedo la devora en silencio.

 No pronuncia palabra.

 No emite sonido alguno, solo el leve temblor de sus manos cuando alguien se le acerca.

 Ni siquiera su respiración parece pertenecerle, es como si la contuviera para no existir.

 Maeve me dijo que el cuerpo humano puede sanar, pero la mente...

 La mente es otro campo de batalla.

 Entro en la enfermería cuando la luna se asoma entre las torres negras de Bloodbane, mi territorio.

 El aire huele a desinfectante y a lluvia; la tormenta afuera ruge con la misma furia que siento en el pecho.

 Varak, mi lobo, está inquieto, gruñendo bajo mi piel.

 Desde que la trajimos, no ha querido apartarse de su presencia.

 “Protégela”, ruge dentro de mí, una y otra vez.

 La veo en la esquina, encogida, temblando bajo la camilla, los ojos turquesas brillando como cristales rotos.

 Me duele verla así.

 No debería doler, pero duele.

 Y no sé por qué.

 —Tranquila... —susurro, con voz baja, como si el sonido pudiera romperla—. No voy a hacerte daño.

 Da un respingo.

 Su cuerpo tiembla, los músculos se tensan, los dedos se clavan en el suelo.

 Varak me empuja desde dentro, exigiendo que la toque, que la calme, que la saque de ese infierno en el que vive incluso despierta.

 Doy un paso.

 Luego otro.

 Sus ojos se fijan en mí, atentos, asustados.

 No hay palabras, solo esa mirada que pide distancia y al mismo tiempo... ayuda.

 Me arrodillo frente a ella.

 —Solo quiero ayudarte —murmuro, tendiendo la mano, despacio, sin prisa.

 Ella no la toma.

 Pero tampoco retrocede.

 Puedo sentir su miedo como una corriente eléctrica entre nosotros, como si el aire mismo contuviera un secreto que quema.

 Y entonces, con cuidado, la rodeo con mis brazos.

 Su cuerpo es liviano, demasiado.

 Y frío, tan frío que duele sostenerla.

 Tiembla, pero no se aparta.

 Cuando mis manos rozan su espalda, siento las cicatrices bajo la tela delgada del hospital.

 Cicatrices viejas. Profundas.

 Marcas de una historia que no merecía vivir.

 Y sin embargo...

 cuando la abrazo, todo su temblor se apaga.

 Se queda quieta, inmóvil, respirando contra mi pecho como si, por un instante, la pesadilla se detuviera.

  Varak ruge dentro de mí.

 “Es nuestra.”

 No lo dice con deseo, sino con algo más primitivo. Protección. Reivindicación.

 Como si su alma reconociera algo que la mía todavía no entiende.

 La levanto con cuidado y la coloco sobre la camilla.

 Sus pestañas parpadean, los labios tiemblan, y cuando intento apartarme, su mano me toma.

 Una presión leve.

 Su piel contra la mía.

 Un ruego mudo.

 No te vayas.

 Y no puedo hacerlo.

 Me quedo.

 Apoyo una silla al lado de la camilla, dejo que su mano siga aferrada a la mía.

 Su respiración se vuelve más profunda, más tranquila.

 Y así, entre la oscuridad y el rugido de la tormenta, la veo quedarse dormida.

 No sé cuánto tiempo pasa.

 El amanecer se filtra por las cortinas cuando Maeve entra en silencio, con una bandeja.

 Sopesa la escena con una mirada que dice más de lo que debería.

 —Le traje algo de comer —susurra, dejando dos platos humeantes sobre la mesa.

 Asiento.

 Ella se retira, sin ruido.

 La omega sigue dormida.

 O eso creo, hasta que sus dedos se mueven un poco sobre mi mano.

 Sus ojos se abren, turquesa brillante, y me miran con un desconcierto casi infantil.

 —Tranquila —digo, tomando el plato—. Tienes que comer.

 No responde.

 Pero su estómago ruge bajito, como si su cuerpo traicionara su miedo.

 Le acerco la cuchara con el guiso tibio.

 Ella duda, se tensa... y al final abre los labios, apenas.

 Le doy una, dos, tres cucharadas.

 Come lento, con una torpeza que me hace sentir un nudo en la garganta.

 —Eso es. Así... —susurro, casi sin darme cuenta.

 Y entonces ocurre algo que me deja sin aire.

 Cuando intento dejar la cuchara en la bandeja, su mano se estira otra vez.

 No para tomarla... sino para tomarme a mí.

 Su mirada me sostiene.

 Turquesa. Silencio.

 Dolor.

 Y algo más.

 Algo que no sé si es gratitud o miedo disfrazado.

 No habla.

 Pero no necesita hacerlo.

 Su cuerpo lo dice todo:

 “Quédate.”

 Y así lo hago.

 Hasta que el sol sube del todo, hasta que el rugido de varak se mezcla con mi propio latido.

 Hasta que entiendo, sin saber por qué, que aquella omega sin nombre...

 va a cambiarlo todo.

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