La suave piel de los mantos resbalaba bajo la rienda que intentaba sostener uno en torno a mis caderas, dejándome desnudo bajo el otro manto cada dos pasos. Para evitarnos a todos la incomodidad por mi escasez de ropas, regresé al jergón en la primera cuadra, a cubierto de la vista de los niños. Risa limpió la paja del suelo y montó allí una pequeña fogata, para compensar por mi distancia al fogón más cercano.
Mientras ella me preparaba té, aproveché la oportunidad para avisarles a Ragnar y Brenan que los niños habían salido, no fuera cosa que se comieran nuestro almuerzo.
—¿No me acompañas? —inquirí cuando Risa llenó un único cuenco y me lo tendió.
—Si no te molesta, mi señor, no —respondió con esa suavidad dócil que rayaba en lo servil.
—Eres mi esposa, Risa —