Capítulo 27.

El mundo ardía otra vez. La piel me quemaba. Las uñas de esa loba rasgaban mi costado como si intentara desarmarme pedazo por pedazo, y yo gritaba, gritaba hasta que la garganta se me hizo polvo. Nadie vino. Nadie me salvó. Solo él estaba allí, mirando desde las sombras.

Alderik.

Sus ojos fríos me recorrieron sin pestañear, y cuando desvié la mirada esperando piedad, encontré solo silencio. Ese silencio que gritaba más que los colmillos hundidos en mi carne.

El dolor se repitió en oleadas, como si mi cuerpo todavía lo recordara a pesar de no tener cuerpo.

—¿Por qué…? —mi voz, hecha ceniza, resonó en la nada.

Todo se volvió luz y silencio, como si flotara en un mar de niebla blanca. Mis pies no tocaban el suelo, porque no había suelo. Solo un vacío suave, eterno, y en medio de él, una silueta que reconocí al instante.

La Gran Madre.

Su figura irradiaba calma y poder. No tenía rostro definido, pero sus ojos, profundos como la luna llena, me atravesaban hasta lo más hondo
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