Una verdad que duele

La luz fluorescente golpeó sus ojos cuando los abrió lentamente.

El techo blanco y las paredes estériles le confirmaron dónde estaba antes de que su mente terminara de despertar.

Un hospital.

Ariadna sintió un nudo en la garganta, y el sonido de un monitor cardíaco acompañaba el creciente pánico en su pecho.

Intentó moverse, pero su cuerpo estaba pesado, cada músculo parecía rehusarse a obedecer. Una sensación de frío recorrió su piel cuando notó que llevaba una bata de hospital. Su respiración se volvió errática, y las lágrimas comenzaron a brotar sin control. ¿Qué estaba pasando?

—¿Hola? —logró susurrar, con la voz quebrada, mirando a su alrededor con desesperación. Su mente era un caos. Fragmentos de imágenes, sensaciones difusas, un rostro que no podía identificar. Todo era un rompecabezas al que le faltaban demasiadas piezas.

La puerta se abrió, y un enfermero entró con una bandeja. Era un hombre joven, con una sonrisa amable que se desvaneció al ver el estado de Ariadna.

—¿Señor
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