Un contacto en el aeropuerto me dijo que compró un billete a Valtris, su pueblo ficticio, un lugar que no aparece en los mapas pero que mi equipo localizó en horas. Su madre. Esa fue mi pista. Su mensaje, “Sé lo de tu madre. Déjame ayudarte,” quedó sin respuesta, y ahora estoy aquí, con el teléfono en la mano, marcando sin éxito.
—Javier, prepara el jet —ordeno por teléfono a mi piloto, mi voz afilada—. Valtris, ahora. Busca el aeródromo más cercano.
—¿Valtris? —pregunta, confundido—. No está en…
—Encuéntralo —lo corto, colgando. Mi equipo ya tiene la dirección del hospital donde está la madre de Camila, gracias a un contacto en el sistema sanitario. No tengo mi teléfono principal, olvidado en la finca, pero un dispositivo de respaldo me basta. Me pongo un traje nuevo, negro, porque hoy no soy solo un hombre. Soy Leonardo Valdés, y voy a reclamar lo que es mío.
El jet aterriza en un aeródromo polvoriento a las afueras de Valtris, un pueblo de calles estrechas y casas bajas que huele a