Pequeña dama.

Dejó de prestar atención a las demás personas, centrándose en la única que realmente importaba. Se acercó hasta quedar a pocos centímetros del pálido rostro de la fémina postrada en la camilla; ladeó la cabeza hacia un lado y el sonido de una de las máquinas alteró aún más a todos los especialistas.

—¡No hay pulso, doctor! —exclamó alguien.

—Desfibrilación, ¡ahora! —ordenó uno de los doctores.

Un ruido, una descarga eléctrica directa a través del tórax de la paciente.

Silencio.

—Aumenta en un cuarenta por ciento... —demandó el mismo doctor, presionado un aparato en el pecho de la fémina—. Vamos, vamos, no nos dejes —pidió.

No hubo nada más que otro largo silencio.

Miró los rostros agotados, cada profesional dentro del cuarto emanaba un aura de pérdida y cada intento por recuperar los latidos, fueron en vano.

Silbó una melodía y abandonó la habitación.

Su trabajo estaba hecho.

(…)

Algo estaba ocurriendo en su rostro, algo que no comprendía del todo, pero que lo sentía mientras miraba a
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