El ambiente estaba pesado. “Está bien, Bella. Estoy aquí contigo”. Le dediqué una sonrisa tranquilizadora mientras le agarraba la mano. El miedo me recorría por dentro. Sus contracciones llegaban en oleadas, acompañadas de una mezcla de gritos y gemidos. Veía el cansancio grabado en su rostro, pero confiaba en su fuerza. Las horas pasaban y cada momento parecía una eternidad. Ahora estaba de pie en el borde de la cama, agarrada a ella con fuerza. Me coloqué detrás de ella y le di un suave masaje en la espalda, ya que me había dicho que le aliviaba. Llevaba una hora haciendo círculos lentos y relajantes.
Cuando se produjo otra contracción, su cuerpo empezó a temblar. “Maldita sea”, jadeó, con una voz apenas audible.
“No creo que pueda. Tengo mucho miedo”, susurró entre lágrimas. La consolé y le di un beso en el hombro.
“Puedes hacerlo, yo…”. Mis palabras se interrumpieron cuando de repente vomitó en el suelo. Sus gritos se hicieron más fuertes y su respiración más frenética. En ese