Caminaron largo rato abrazados, en silencio. Solo se escuchaba el canto de los pájaros y el apacible vaivén de las olas sobre la arena. La tenue brisa marina los envolvía, creando un ambiente relajante y agradable.
—Ven —dijo él, tomándole la mano.
La guio hasta unas rocas, donde se sentaron.
—Me gusta mucho este lugar. ¿Crees que podríamos construir aquí una residencia que fuera nuestro Pemberley? Podríamos criar a nuestros hijos aquí —dijo con seriedad.
Elizabeth lo miró sorprendida. Su esposo seguía siendo una caja de sorpresas para ella. No solo había leído el libro, sino que parecía tomárselo en serio. Aunque en ese momento no pensaba tener hijos —de hecho, cumplía a rajatabla el cuidado anticonceptivo—, se sorprendió de su propuesta.
—¿En qué piensas? —preguntó él, preocupado—. ¿He dicho algo que te preocupó?
Le levantó el mentón, mirándola a los ojos.
Elizabeth lo miró sonriendo.
—Por ahora no está en mis planes tener hijos, me gustaría terminar mi carrera y trabajar —dijo, con