Caminaron hasta el auto de Federico. El de ella, seguramente, se lo había llevado Mercedes.
La imagen del impoluto y refinado señor Alvear había quedado un tanto desdibujada.
Elizabeth se rio, burlándose de él: estaba despeinado, con barba de varios días. Su saco todo arrugado, la camisa abierta a la que le faltaban algunos botones. Tenía arena por todos lados. Más que un millonario, parecía un mendigo.
—¡Si te vieran tus admiradoras en esas fachas, no lo podrían creer! —se burló divertida.
Él arqueó una ceja.
—¡Pues tú no estás mucho mejor que yo!
El vestido blanco de Elizabeth estaba sucio y mojado, su abrigo igual. Ni hablar de su cabello, enredado por el viento y el agua. Su piel, tan blanca, dejaba ver claramente la arena pegada en varias partes.
—¿Y ahora... dónde vamos, querida? —preguntó Federico, sonriendo.
Ella lo miró divertida.
—Pues, a la mansión Valverde. ¿Dónde si no?
Federico encendió el auto y, guiado por Elizabeth, llegaron enseguida.
Aunque estaba oscuro, la luz