Mundo ficciónIniciar sesiónCapítulo 6: El silencio que pesa más que las palabras
La mañana amaneció tibia, envuelta en una brisa suave que se colaba por las ventanas abiertas de la antigua casa familiar. Desde la cama, Alejandra escuchaba el canto despreocupado de los pájaros, como si el mundo no estuviera a punto de desmoronarse. Todo parecía tranquilo, casi perfecto. Pero para ella, el suelo bajo sus pies se sentía frágil, como si estuviera caminando sobre cristales finos que se rompían con cada paso.
Seguía sin atreverse a tocar la prueba de embarazo.
La había comprado hacía dos días, y aún estaba allí, intacta, en su envoltorio sellado, escondida detrás del espejo del baño como si fuera una amenaza latente. Solo pensar en abrirla le revolvía el estómago. Aunque, en el fondo, sabía que no era solo el miedo lo que provocaba esas náuseas.
Había algo más. Algo más profundo. Más físico. Más real.
Aquel día se obligó a salir de la cama con más determinación. Se duchó, se vistió con esmero, incluso se maquilló ligeramente para ocultar el cansancio que se acumulaba bajo sus ojos. Necesitaba recuperar el control, aunque fuera a través de una apariencia. Vanesa le había escrito la noche anterior para invitarla a una exposición de arte en el centro del pueblo. Un evento sencillo, de artistas locales, pero Alejandra aceptó. No tanto por interés en el arte, sino porque necesitaba fingir que todo estaba bien. Que seguía siendo la misma.
Y necesitaba, también, evitar que Vanesa sospechara lo contrario.
La galería estaba instalada en lo que antes había sido un viejo cine. Conservaba techos altos decorados con molduras, una iluminación cálida que envolvía el espacio y ese olor a madera antigua que le devolvía recuerdos vagos de otras épocas. La gente charlaba en voz baja, con copas de vino en la mano y esa actitud ligeramente afectada que parecía obligatoria en estos ambientes.
Vanesa apareció entre el pequeño grupo de asistentes con la elegancia casual que siempre la caracterizaba. Llevaba un vestido rojo suelto que le caía con gracia y labios pintados a juego. Siempre lograba encajar, sin esfuerzo aparente, como si todo el mundo fuera su escenario.
—¡Ali! —exclamó al verla, con una sonrisa luminosa—. Pensé que no vendrías.
—No tenía excusas válidas para quedarme en casa —respondió Alejandra, intentando sonar ligera, casi divertida.
Vanesa la abrazó con fuerza, y en ese gesto había un cariño genuino. Un deseo claro de estar cerca, de sostenerla sin hacer preguntas. Pero incluso ese afecto dolía. Porque la hacía sentir aún más expuesta.
Recorrieron juntas la sala principal, observando cuadros, esculturas, fotografías. Alejandra fingía interés, pero su mente estaba en otra parte. Respiraba hondo, se obligaba a fijar la vista en las obras, a no pensar en la punzada constante que sentía en el vientre, en el temblor sutil que se le instalaba en las manos. En el miedo que no quería nombrar.
En algún momento, Vanesa se alejó para saludar a un conocido, y Alejandra aprovechó la oportunidad para salir al patio trasero. El aire fresco de la tarde la envolvió como una caricia necesaria. Se sentó en una banca de hierro forjado, bajo un árbol que comenzaba a florecer, y alzó la vista al cielo despejado.
El silencio la acompañaba. Un silencio que no era del todo pacífico. Era el tipo de silencio que se instala cuando uno tiene demasiado dentro y no sabe por dónde empezar a vaciarse.
No supo cuánto tiempo llevaba ahí cuando una voz familiar se escuchó a sus espaldas.
—¿Huyendo de la gente otra vez?
Ella no se sobresaltó. No necesitaba girarse para saber de quién se trataba.
Matías.
—¿Qué haces acá? —preguntó sin emoción, sin sorpresa.
—Vanesa me invitó. Me dijo que estarías. Pensé que tal vez...
—Matías —lo interrumpió, todavía sin mirarlo—, no puedo. No ahora.
Él se sentó a su lado con cuidado. No la tocó. Solo se quedó ahí, compartiendo el mismo espacio, el mismo silencio.
—¿Estás bien?
—No. Pero estoy intentando estarlo.
Él asintió lentamente, aceptando su respuesta sin discutirla. No insistió. Solo miró al frente, en paz con su espera.
—No me arrepiento de lo que pasó —dijo al cabo de unos minutos—. Pero si necesitas espacio, te lo doy. Solo… no desaparezcas otra vez.
Alejandra giró el rostro hacia él. Por primera vez en días, lo miró a los ojos. Y en los de Matías encontró algo que le hizo temblar el alma: una ternura feroz. Una esperanza herida. Una paciencia que dolía de tan sincera.
—No quiero hacerlo —murmuró.
Matías sonrió, apenas. Una sonrisa leve, agotada, pero honesta. De esas que no necesitan palabras.
Y ella, sin querer, también sonrió.
Solo un poco. Pero suficiente.
Esa noche, Alejandra volvió a casa en silencio. Dejó el bolso sobre una silla y se tumbó en la cama sin cambiarse de ropa. Se quedó así, mirando el techo oscuro durante horas, con la mente llena de pensamientos que no lograban tomar forma. Tenía la prueba en la mesa de luz, al alcance de la mano. Seguía ahí, intacta. Una pequeña caja que podía cambiarlo todo.
No la abrió.
Todavía no.
Porque si la respuesta era lo que temía… o lo que, en secreto, deseaba… entonces no habría vuelta atrás.
Ya no podría fingir que su vida seguía igual.
Y Alejandra, por ahora, aún no estaba lista para dejar de fingir.







