Alejandra no esperaba verla.
 Mucho menos ahí.
 Mucho menos con esa sonrisa tranquila que no coincidía con los meses de silencio, con las palabras nunca dichas, con las traiciones aún sin cicatrizar.
La reconoció en cuanto entró por la puerta de la cafetería. Era una mañana nublada en Londres, y Alejandra había salido temprano, con intención de tomarse un té antes de su clase de yoga prenatal. El lugar era pequeño, acogedor, uno de esos rincones en los que había encontrado paz desde que llegó.
 Pero esa paz se hizo trizas en un instante.
Vanesa.
La melena castaña peinada con descuido estudiado. Ese andar seguro. Ese brillo en los ojos que ya no era luz sino algo más frío, más ajeno.
 Y la sonrisa… esa sonrisa que ya no era para ella.
—¡Ale! —exclamó Vanesa, como si todo estuviera bien. Como si nada hubiera pasado. Como si no la hubiera abandonado cuando más la necesitaba.
Alejandra sintió un nudo en el estómago. Dudó en levantarse, en responder. Pero lo hizo. Por costumbre. Por educac