La tarde se deslizaba suave, como una brisa tibia que no apuraba a nadie. El cielo tenía esa tonalidad dorada de los días en calma, y el silencio del hogar se sentía lleno, no vacío. Alejandra estaba sentada en el balcón, con una taza de té caliente entre las manos y un libro abierto en el regazo. No leía. Solo acariciaba las páginas con los ojos mientras una sonrisa leve se dibujaba en sus labios.
El bebé se movía dentro de ella con lentitud, como si también disfrutara del momento, acunado por esa rutina dulce y amorosa que habían ido construyendo con Matías día a día.
Él había salido hacía poco, dijo que volvería en media hora con todo lo necesario para preparar su cena favorita. Le había besado la frente antes de salir y ella le había dicho que lo amaba, como si el amor pudiera protegerlos de todo.
El timbre del portero interrumpió la quietud.
Alejandra se incorporó sin prisa, pensando que quizás era un paquete, algún encargo que había olvidado. Bajó las escaleras con una mano sobr