La luz de la mañana se filtraba suave a través de las cortinas, tiñendo la habitación con un tono dorado y tibio. Alejandra se estiró entre las sábanas, con la piel aún sensible por la noche anterior. Su cuerpo desnudo se enredaba en el calor del lecho compartido, y por primera vez en mucho tiempo, despertaba sin ansiedad, sin sombras. Solo con una sonrisa que le nacía desde lo más profundo del alma.
Se incorporó lentamente, arrastrando la manta hasta cubrir su cuerpo, aún húmedo por el leve rocío del sudor de la noche. Matías no estaba en la cama. Extrañamente, eso no le provocó ansiedad. Escuchó a lo lejos el sonido de una espátula raspando el fondo de una sartén, el murmullo rasgado de una canción de Sabina y el aroma delicioso a café recién hecho, a pan tostado, a hogar.
Y sonrió.
Una sonrisa auténtica, redonda, como aquellas que se escapan sin pedir permiso porque el alma no puede contenerla más.
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Lo encontró en la cocina, de espaldas a ella, descalzo, con una camiseta vieja q