Su único tesoro

El humo de su cigarrillo se elevó, casi tanto como los sueños sin cumplir que la obligaban a levantarse cada mañana, pero de igual manera que ellos, la nube gris se disipó en el ambiente. Con la misma certeza implacable con la que el cansancio la embargaba al regresar cada noche al cuartucho en el que vivían, por no poder pagarse algo mejor. 

Ella tenía dos empleos horribles y desgastantes a nivel físico y emocional, pero que le ayudaban a arreglárselas para llegar a fin de mes. Eso evitaba que golpearan a su puerta en plena madrugada para desalojarla, como había escuchado que hacían con sus vecinos que iban y venían todo el tiempo. 

Apagó la colilla con su tacón bajo después de dejarla caer sobre el asfalto. Era el único placer culposo del que no había podido desprenderse en todos esos años. Miró hacia el cielo, agradecida, porque al parecer, en ese lugar en el que llevaba ya seis meses, no habían podido extenderse los largos tentáculos de Darius Dropolus. Aunque no quería sentirse demasiado cómoda.

Estaba cansada de correr y vivir atemorizada por lo que decía o por cómo lucía, de cuidarse de todo aquel que se le acercaba, recelando siempre sobre sus verdaderas intenciones, pero esa era su vida después de salir de la isla y ella lo había asumido. Era su realidad.

—Hola, hola… —dijo una voz a sus espaldas que provocó que se pusiera alerta.

—Hola, Nico —respondió acelerando el paso sin que se notara demasiado. 

Nicolás era el hijo de los dueños del horrible edificio donde vivía y para nadie era un secreto que gustaba de ella. Era un chico hispano, con una sonrisa permanente, atractivo, y él lo sabía. Su postura, su forma de caminar y comportarse lo dejaba más que claro, pero lo que hacía que mantuviera su distancia con él eran sus amistades.

En el restaurante donde ella trabajaba por las tardes, se decía que pertenecía a una peligrosa banda de la zona y eso era suficiente para que no quisiera estar en su radar.

—Acompañé a mamá al parque, con Abi.

Eso hizo que se detuviera por un segundo.

—No debiste molestarte. —Su corazón se aceleró. Lo único que deseaba en ese momento era salir corriendo por las desvencijadas gradas que llevaban a su minúsculo apartamento y corroborar que Abigail estuviese bien.

—Sabes que no es molestia, Maya. —Alargó su mano sobre ella y sujetó el largo mechón de su cabello, ahora café oscuro, debido al tinte—. Si tú quisieras…

—Nico, no podría hacerle algo así a tu madre. —Miró hacia el suelo, fingiendo modestia, pero en realidad deseaba haber salido en cualquier otro momento del trabajo, solo para no encontrárselo.

—Ella estaría feliz por mí. Me lo dice todo el tiempo. Para ella, eres la mujer capaz de cambiarme. —Rio divertido y se acercó más a ella—. Adora a la cría, igual que papá y yo…

—No estoy lista —dijo al fin, ansiando acabar con esa conversación que empezaba a hartarla—. Sigo amando a mi esposo, aunque ya no esté con nosotras. 

Mintió sin trabajo alguno. A cada lugar que iba, contaba una historia diferente sobre su procedencia y esta vez no sería la excepción. Ahora era una viuda, que había perdido a su esposo en un accidente en Asia y para mitigar su dolor, había viajado hasta ese continente, dejando su pasado atrás. 

No la conmovían las miradas de lástima que recibía por la miseria en la que vivía y manejaba muy bien a los hombres que se le acercaban, con la intención de «ayudar a olvidarlo». 

Tener una pareja no estaba en sus planes, no con una niña pequeña a la que debía proteger por sobre todas las cosas.

—Deberías pensar en darle una imagen paterna a la niña. La necesita —agregó él, cuando ella decidió retomar su camino.

—Estamos bien así —dijo sin detenerse.

—Necesitas protección, Maya. —Esta vez su tono cambió a uno rudo y ella volteó a verlo con curiosidad. Al notar que había llamado su atención, agregó—: Hay un hombre haciendo preguntas sobre ti.

—¿Sobre mí? —Se echó a reír, para cubrir el pavor que se instaló en su cuerpo.

—Sí. Lleva una fotografía consigo. Es solo que en ella te ves, distinta.

—No sé de qué hablas. ¿Distinta yo? —Tomó su bolso con fuerza y rebuscó la llave dentro, sin mucho éxito.

Nicolás se acercó de nuevo y la empujó con suavidad haciendo que su espalda se apoyara en la pared. Acarició su cintura despacio y se acercó a su cuello, depositando un leve beso sobre su piel. Subió hasta su mejilla y susurró:

—Sabes muy bien de lo que hablo, ¿no es así…, Vania? —Ella se estremeció y él sonrió satisfecho, bajo la luz amarillenta del pasillo—. Me gustas y lo sabes. Si aceptas ser mi mujer, podré protegerte a ti y a la niña. 

Apoyó el brazo sobre su cabeza y con la mano libre tomó su nuca y la acercó a sus labios.

—Maya, hija. —Dora, la madre de Nicolás, apareció en la puerta, limpiándose las manos con una manta—. Estaba a punto de enviar por alguien a buscarte.

—¡Mamá…! —reclamó él en tono infantil, apoyando la frente sobre la pared y dejando un espacio libre por el que ella se coló, agradecida con el cielo y con esa señora.

—¿Qué sucede? —dijo entrando como un torbellino, con las manos temblorosas y el pecho a punto de explotar.

—La niña ha tenido una fiebre que no he podido bajar. Empezó de la nada. Busqué su cartilla para llevarla al hospital, pero no encuentro nada.

—Gracias, Dora. Ya lo soluciono —dijo entrando a la única habitación que poseía el lugar. 

Vio a la niña con el sudor perlando su frente y las mejillas sonrosadas de manera anormal. Ya tenía un paño húmedo sobre la frente, pero buscó el termómetro digital y cuando este dio el pitido avisando el resultado, se puso en movimiento.

Se agachó bajo la cama y sacó una caja metálica. Abrió con la pequeña llave que llevaba siempre colgada al cuello y tomó el último fajo de billetes que le quedaba, además de los pasaportes de ambas. No sabía quién había dado con ella, pero tampoco planeaba quedarse para averiguarlo. 

Dejó el dinero de la renta sobre la mesilla de la lámpara y metió un par de mudadas de la niña en una mochila infantil, antes de tomar en brazos a su pequeña. Creyó que por fin estaba sola. Dora solía salir en cuanto ella llegaba, sin embargo, en esta ocasión todo era diferente. 

Nicolás la miró con los ojos entrecerrados y la mujer lo hizo con una sonrisa que le estrujó el estómago.

—Dame la niña, cariño —dijo Nicolás acercándose a ella—. Ni lo intentes… —le advirtió con un susurro, viéndola a los ojos al tomar a la niña—. Madre, te avisamos lo que nos digan en el hospital. 

—Debe ser algo viral. Ya sabes cómo son los niños en esta época —dijo la mujer, colocándole un gorro a la niña y acomodando la manta con la que la llevaban—. Maya, me hace muy feliz que por fin hayas aceptado a mi muchacho.

Las palmaditas que sintió en el rostro y la mirada de ilusión de la mujer, distaba mucho de lo que en realidad sentía al verse atrapada en semejante situación. 

Sonrió sin mucho ánimo y asintió en su dirección, incapaz de explicar lo que en realidad sucedía. No estaba segura de si al enterarse, Dora la apoyaría. A fin de cuentas, ella sabía a lo que se dedicaba su hijo y parecía no afectarle en lo absoluto.

Salieron al estacionamiento y Nicolás le entregó las llaves para que abriera la puerta de atrás y le entregó a la niña antes de colocarse en el asiento del conductor. 

Ella le entregó las llaves a través de los asientos, pero él sostuvo sus dedos un momento.

—No me tengas miedo, Maya. Te prometo que no te haré daño. Me gustas en serio —dijo antes de ponerse en marcha al hospital más cercano, a unos quince minutos de allí. —¿Cómo debo llamarte? Me gusta Vania. —Le sonrió y la miró por el retrovisor, que se iluminaba de vez en cuando por las luces de los autos que venían del otro extremo—. Te ves estupenda con este color de cabello, pero me encantó verte rubia.

—Llámame como gustes —respondió entre dientes. 

Abrazó con angustia a su pequeña que respiraba con dificultad, sintiéndose culpable por trabajar tanto y dejarla al cuidado de alguien más. Pero si no lo hacía, cómo podrían subsistir.

Recordó con el pecho apretado cuando se enteró de su embarazo, después de dos meses de haber salido de las islas. Había permanecido en Atenas, tratando de salir de allí sin usar transporte comercial y tres semanas más tarde, lo logró. 

Se había ofrecido a cuidar de una anciana, a la que su familia había llevado de paseo a la ciudad como su último deseo, mientras ella trabajaba como mesera en el restaurante del hotel donde se alojaban. La familia debía regresar a Francia y gracias al interés que su nieto menor y su favorito, había mostrado en ella, la mujer casi exigió que le ofrecieran un empleo como su dama de compañía.

Aquella buena racha no duró demasiado. Siete días después de llegar, la anciana falleció y con ella, la tolerancia de su nuera, que la consideraba una amenaza para su propio matrimonio y una terrible elección afectiva para su hijo. 

La misma noche en que la anciana había dejado de respirar, pusieron sus maletas fuera de la mansión, con un exiguo cheque por sus servicios y bajo la amable «exhortación» de no volverse a acercar a la familia.

Allí, malvendió un par de joyas a cambio de rentar un pequeñísimo apartamento compartido; el único lugar donde no le pidieron referencias ni documentos. Conoció a una chica con la que hizo amistad casi de inmediato, pero esta le robó parte de lo que le quedaba, después de pasar una noche allí con unos amigos, mientras ella trabajaba. 

Una semana después, escuchó por accidente que un hombre preguntaba por su paradero a su casero, con una fotografía suya en mano. Así que se fue a España en un auto robado, donde unos días después ocurrió lo mismo.

Decidió cambiar de continente y para no usar el único pasaporte que tenía, buscó información en los bares de alguien que pudiese ayudarla a conseguir otros. El sujeto parecía confiable, pero como solía suceder en el bajo mundo, resultó un estafador más.

Tuvo que vivir en hostales horribles donde no necesitaba documentos para rentar algo. Entonces, conoció a Marco, un italiano que se prendó de su voz, una noche en la que cantaba en un bar para ganarse unos cuantos billetes. 

Él le ofreció llevarla a América a cambio de que fuera su pareja mientras viajaban. Como único requisito para unirse al elenco que conformaba su compañía de entretenimiento, debía hacerse diversos exámenes.

Fue así como se enteró de su estado. 

El italiano fue claro. Le ayudaría a llegar, pero una vez allí, cada quien buscaría su camino, pues ya no le sería de utilidad la imagen de una mujer embarazada sobre el escenario. 

Ella no podía estar más agradecida. Sabía que el bebé no era suyo, pero tampoco lo sacaría de su error. Gracias a eso, contaba con atenciones que no se les brindaba a las otras chicas, quienes la miraban con rencor por haber engatusado al atractivo cuarentón.

Cuando dio a luz, estaba sola. El galán italiano, que tantas mujeres deseaban, le había pedido como pago por sus favores, la poca joyería que le quedaba y cuando ella se negó, le propinó tal paliza que terminó en el hospital. Lo que le provocó el parto dos meses antes de lo previsto.

—Dámela —dijo Nicolás, sacándola de sus pensamientos. Ya tenía la puerta abierta y esperaba que le entregara a su único tesoro.

—Por favor… —suplicó con el alma en vilo al notar la determinación en su mirada.

—Te dije que puedes confiar en mí —resopló él, pero permitiendo que ella saliera con la niña. Le colocó su chaqueta sobre los hombros y ella lo miró sorprendida—. Hace frío —dijo alzando los hombros, intentando ocultar una sonrisa.

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