Atando cabos

Alexander cerró los ojos y recordó a la chica que un par de horas atrás había huido de la sobrecargada habitación del club. La primera vez que la vio, se encontraba en el escenario de ese lugar a media penumbra. Las luces iluminaban solo una parte de su rostro, destacando su inusual color platino de cabello y unos labios que envolvían las notas aterciopeladas de su voz, como un conjuro al que todos los hombres presentes sucumbían. 

La había solicitado varias noches y jamás estuvo disponible, así que desistió y se olvidó de ella por un tiempo. 

Cuando volvió a la isla, meses después y tuvieron aquel encuentro furtivo, supo con toda certeza que debía poseerla de nuevo. Envió el collar de perlas para ablandar la mano del sujeto que la manejaba y logró su cometido. Se moría de curiosidad por probar su resistencia y saborearla, quería sentir su piel bajo su cuerpo y escuchar que le cantara al oído mientras cerraba los ojos. De solo pensarlo se endurecía.

Suspiró audiblemente al repasar los detalles de su encuentro y por primera vez, se arrepintió de la orden que dio para que sus agentes de seguridad revisaran el lugar antes de entrar. Al detectar la cámara empotrada entre unos adornos metálicos sobre la pared, le ordenó a uno de ellos que bloqueara la transmisión. No le agradaba que los sitios que visitaba para su deleite, tuviesen evidencia de sus predilecciones íntimas. Quizá si no lo hubiese hecho, ahora tendría al menos una grabación de ella.

La famosa y codiciada Sirena, en ese submundo del que pocos sabían, ahora estaba frente a él. Sin embargo, esa sirena no parecía cantar, pero sí guardaba algún secreto. Advirtió el momento en que ella abrió su anillo y vertía algo en la copa que le entregó. 

No creía que fuera una espía de Marco, el griego del que acababa de despedirse hacía unos minutos, después de firmar el contrato. Pero, si no era eso, debía ser algo relacionado con ella y sintió una pizca de pena por su inocencia, al exponerse de esa manera. 

Jugar con él lo era y la haría pagar por su osadía, aunque era demasiado hermosa por su propio bien. Lamentaría dañar su perfecta piel de porcelana, pero había cosas que eran inevitables y aleccionarla sería una de ellas.

Sentir sus labios fue, cuando menos, diferente. Besaba con una entrega pocas veces vista en las mujeres que se dedicaban a esos menesteres y eso le formó un nudo extraño en el estómago. 

La inmovilizó sin prisa, aun así, la entrega y excitación que mostró, le provocó demasiada satisfacción como para pasarla por alto. Cuando le pidió ayuda con tanta convicción, lo abrumó. Sabía que muchas de las mujeres no estaban allí por placer, valga la ironía, aunque jamás había estado frente a una de ellas.

Podía ser un insensible, sin embargo, el que ella le hablara de su familia con esa seguridad y ese dolor, fue suficiente para recordar la suya y lo que estaría dispuesto a sacrificar por ella. Su pequeña hermana era la única parte buena de su mundo y ahora que recién la había arrancado junto a Javier y su padre, de las garras de su violento esposo, eran suficientes para conmoverlo. 

Enterarse de su sufrimiento y verla devastada y llena de hematomas fue lo más doloroso que había vivido, después de ver cómo se consumía su madre por la Leucemia, hasta que acabó con ella cuando él era todavía un niño.

Su teléfono vibró trayéndolo al presente y tuvo que acariciarse antes de responder debido al estado en el que lo puso pensar en ella. Admitía abiertamente ser un pervertido y no le avergonzaba serlo, pero la imagen de esa mujer, sujeta y llorando, lo excitó sobremanera y creía jamás poder olvidar aquel momento.

—Dime —respondió antes de emitir un gruñido lleno de placer

—Ya tengo algo. —El hombre al otro lado de la línea carraspeó incómodo. 

Alexander se echó a reír porque no era la primera vez que hablaba con él mientras estaba «ocupado».

—Sigo esperando, Simon. —Alexander tenía poca paciencia y no entendía por qué seguía soportando las exasperantes pausas de uno de sus más recientes empleados.

—Corroboramos su llegada a Paros, pero se le escapó a Sierra en el aeropuerto.

—¿Cómo pudo pasar en un sitio tan pequeño? —resopló contrariado, con ganas de lanzar el aparato contra la pared.

—Dijo que alguien la vio subir en un autobús hacia Parikia, pero revisamos las cámaras y parece haberse esfumado. Además…

—Ay, por Dios. ¡Habla de una vez! —exclamó, deseando tenerlo enfrente para estrangularlo y acabar con semejante suplicio.

—Redujo a Gómez en el baño —murmuró. Otra de sus costumbres que lo encabronaban.

—Explícate —pidió estrujando sus sienes antes de revolverse el cabello rubio, como cada vez que las cosas no salían como quería.

—Gómez la sorprendió cambiándose de ropa en el baño de mujeres, pero algo sucedió dentro y lo encontramos inconsciente. Él no supo explicarnos lo que sucedió.

—Despídelos. Son unos inútiles. 

—Como ordene, señor. Hay algo más… —Alexander no respondió, si lo hacía, probablemente también lo despediría—. Ya tengo su nombre actual. Está usando el pasaporte de una mujer llamada, Vania Doskas.

Aunque la verdadera, falleció hace trece años, en un accidente automovilístico en Singapur.

—Bien. Hablamos después, pero no dejes de buscarla —dijo antes de finalizar la llamada. Esa era la única razón por lo que no lo despedía. Ese sujeto era capaz de encontrar cualquier información aparentemente imposible de conseguir y ahora ya tenía su nombre—. Vania… —susurró.

Tenía toda la intención de ayudarla, pero todo sucedió tan rápido que no le dio tiempo a reaccionar. La conmoción que provocó su escape le pareció sin precedentes y Darius estuvo a punto de desafiarlo por ello y hasta hubo un encontronazo con su segundo al mando que le aclaró una de sus dudas. 

Había sido ese hombre, Sander, quien le había ayudado. Su angustia había sido demasiado evidente cuando creía que su jefe no lo veía. Miraba su teléfono a cada rato y parecía estar luchando contra sí mismo, en aquel lugar, al tratar de controlar sus nervios, pero lucía convincente. La mujer que irrumpió en la habitación, se la habían llevado pese a sus protestas.

Le ofrecieron otra de las chicas «especiales», pero temía seguir allí y no salir vivo. Darius era un mafioso temible que se cubría con la piel de un gran empresario en la isla e iba de la mano con mucha gente del gobierno. A pesar del dinero que respaldaba a Alexander y de su propio cuerpo de seguridad, sabía que no tendría oportunidad, si se enfrentaba a él en un conflicto armado.

Pidió el avión de la familia para salir en unas horas. Sin embargo, esa mujer no salía de su cabeza y lo tenía angustiado. Nadie tenía por qué vivir un calvario como ese y si de su intervención dependía, le ayudaría a salir de allí y desaparecer. Si es que la encontraba.

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