Cambio de planes

Alexander sujetó su rostro con una mano ejerciendo presión y le mostró el anillo, deslizando el compartimiento en la roca engarzada, para que supiera que había sido descubierta.

—¿Qué buscas? —preguntó—. No me gusta perder el tiempo esperando respuestas.

—Yo… —intentó hablar, pero el miedo le cerró la garganta.

—Te dije que bailaras, no que me tocaras y menos que me envenenaras. 

Se acercó a sus labios y se apoderó de ellos, mientras una de sus manos estilizadas, pero masculinas, se deslizó por toda su piel hasta posarla sobre uno de sus senos y luego presionó su pezón antes de descubrirlo, haciéndola jadear.

Ella gimió, impresionada por haber sentido que el beso le removió algo en el estómago. La exigencia de sus labios era intensa, pero sus movimientos y la intrusión de su lengua encendieron un fuego ardiente e inexplicable en su interior.

Alexander la giró, acariciándole la espalda y bajando con ambas manos su sostén. Luego llegó a sus glúteos, hasta posar sus manos sobre las bragas blancas semitransparentes y romperlas unos segundos después, para luego azotar su trasero con algo que le ardió de inmediato. 

Ella no se dio cuenta en dónde había estado semejante artefacto infernal y se sintió en plena desventaja, pese a que le habían enseñado a fijarse en todos esos detalles. Sin embargo, el ardor que le quemaba se disipó bajo los labios que succionaron su piel y luego lamieron con pericia la zona adolorida.

—¿Qué pusiste en mi copa? —escuchó desde abajo.

—No sé… —Tragó con dificultad. Avergonzada, porque seguramente estaba a punto de morir a manos de ese hombre y en lugar de pedir clemencia, solo podía estar pendiente de la humedad que incrementaba en su centro. Recibió otro azote, esta vez con su mano y agregó volviendo un poco en sí—: Me imagino que un somnífero.

Sintió que sujetaba cada una de sus piernas, mediante las argollas que sobresalían de las cadenas que ella se puso antes y las engarzó con otro tubo que emergía de la pared. Al tenerlas separadas, él ascendió con su mano hasta su hendidura, deslizando uno de sus dedos entre sus labios y moviéndolo en un vaivén que la obligó a contraerlos. 

Escuchó su risa ronca, perversa, como una invitación y una advertencia a la vez. 

—Eres preciosa y por tu bien… me dejaste con ganas de volver a poseerte, desde aquella vez en el autoservicio.

Él deslizó ese dedo húmedo de ella misma por toda su espalda mientras se ponía de pie hasta colocar su barbilla sobre su hombro antes de morderlo con ardor. Todo lo que le hacía la estaba revolucionando. 

Desde que estaba atrapada en ese lugar, no había disfrutado jamás de que ningún hombre la tocara.

Acostumbraba a perderse en sus pensamientos y en los felices recuerdos de su juventud mientras lo hacía, pero con él todo estaba siendo distinto. 

Estaba alerta de cada uno de sus movimientos, de su voz, de su aroma a menta combinado con notas cítricas, amaderadas y de pimienta que la estaba elevando a un nivel de excitación incontrolable.

—Por favor…

—¿Por favor? ¿Por favor, qué, Sirena? —dijo él mientras volvía a entrar en ella con sus dedos. Lo escuchó gemir junto al sonido del cinturón antes de sentir su invasión dentro—. Me complace no tener que usar nada contigo. 

Su voz sonaba agitada y los sonidos que hacía la estaban encendiendo cada vez más. Gimió otra vez, con fuerza, sin poderse contener. Sabía que se refería a que con ellas no tenían que emplear preservativos debido a los exhaustivos exámenes a los que las sometían como el «producto especial» que eran y a ellos, por ser considerados clientes preferentes del club.

Recordar su encuentro casual en la tienda de la gasolinera de la isla la envalentonó, porque un par de miradas fueron suficientes para que la siguiera al baño de mujeres. Pero no duró tanto como ella hubiese querido, porque el guardaespaldas que la acompañaba a ella y dos chicas más para comprar algunas cosas, tocó la puerta con insistencia. 

Él rio sobre su hombro, tal y como estaba haciendo esta vez, sin dejar de entrar en ella, hasta que los dos ahogaron un pequeño gruñido de satisfacción por su culminación. Ella se acomodó la ropa con prisa, se giró para quitarle los lentes de sol que llevaba en la abertura de su camisa polo, blanca y con una sonrisa se los colocó antes de salir, sin despedirse.

—Ayúdame… —musitó ella, encontrando un resquicio de claridad entre la niebla de placer que le estaba haciendo sentir. 

—¿Qué? —No se detenía. 

En lugar de eso intensificó la intrusión y movió su mano para ayudarse a darle placer. 

Ella se arqueó en un vano intento por cerrar las piernas y el esfuerzo hizo que le doliera todo y que él gruñera antes de sentir que acababa, por culpa de sus propias palpitaciones.  

—¡Ayúdame a escapar! —exclamó, con una convicción que la abrumó. 

Esta vez él se detuvo abruptamente y salió de ella, para luego colocarse enfrente. El sudor perlaba su frente y sus ojos estaban oscurecidos.  

—¿Alguien te está ayudando? —preguntó, mientras se colocaba el pantalón, pero dejaba su camisa por fuera, tratando de recuperar el aliento.

—Nadie.

—Sin mentiras, Sirena. Recuerda que no soy un marinero novato. No te ayudaré si no eres honesta conmigo.

—Uno de los hombres de confianza de Darius. Hay un barco esperándome en el puerto… —titubeó antes de continuar, pero algo en su mirada le exigía que no le ocultara nada—. El Leviatán

—¿Ibas a viajar de polizonte en mi yate? —Sus carcajadas hicieron que ella se encogiera y ahora sí que sintió un miedo paralizante.

—Ayúdame, por favor —susurró casi vencida y con unas enormes ganas de llorar.

—¿Y qué gano si lo hago? No olvides que soy un hombre de negocios. Si te entrego a Darius, seguro me recompensará con, al menos, un mes gratis con las mujeres que yo quiera. Quizá logre que te entregue a mí sin costo. Me encantaría tenerte unas semanas más a mi lado. Como ves, es muy tentador para despreciarlo. ¿Qué me ofreces tú?

—Tengo joyas valiosas que me envían los clientes.

—Deben ser muchas, soy uno de ellos —se burló, mientras sacaba su pañuelo y se secaba el sudor. 

Le sorprendió cuando hizo lo mismo con ella.

—No tantas… —confesó—. Darius se queda con la mitad, pero con las que tengo, reúno cerca de cientos de miles —mintió, tragando con fuerza para que no notara sus nervios—. Puedo dártelo todo. Eso lo quería para iniciar una nueva vida y huir lo más lejos posible, pero te lo entregaré. Incluido las semanas contigo, un mes, dos si quieres.

—¿Y quedarte sin nada? No podría —respondió. Ella notó que fingía que le importaba. Estaba consciente del poco valor que los hombres les daban a mujeres como ella, a las que solo veían como diversión de un rato.

—Tengo manos y soy joven y fuerte, puedo trabajar para ti.

—Hmm… —La miró como si en realidad lo estuviese considerando. 

Aunque sabía muy en el fondo que existía la posibilidad de que no se atrevería a enemistarse con Darius. Él era un mafioso de la peor calaña y no cualquiera podría estar cuidándose tanto las espaldas.

—Mi barco zarpa a medianoche.

—Lo sé —respondió suspirando—. Ayúdame, necesito volver a mi casa —mintió de nuevo. Por su bien y el de su familia, no podría volver jamás a su lado.

—¿Vives en la isla?

—Sí. —Ya había perdido la cuenta de sus mentiras.

—Sirena, eso no sería buena idea. Si lograras salir de aquí, te aconsejo que salgas no solo del país, sino del continente.

Esta vez rompió a llorar como si su vida se hubiese acabado después de escucharlo, pero en realidad era porque esos eran sus planes. Su querido país se quedaría en sus recuerdos. Sus casas blancas de tejados planos y las calles adoquinadas, empinadas y zigzagueantes no le saludarían al alba. Como tampoco volvería a ver a sus padres degustando castañas asadas o bebiendo anís y mistela con sus vecinos.

—¿Tienes hermanas? —preguntó en medio de varios de sus hipidos. 

—Sí, una —respondió dudoso, pero se apresuró a soltarla de su prisión acerada y ella se hizo masaje en los brazos, porque los sentía hormiguear. 

—Me secuestraron en la fiesta de cumpleaños de mi hermano, hace dos años. ¿Qué pasaría, si tu hermana…?

—No —la interrumpió sin querer escucharla.

Le dio la espalda y atisbó un gesto de asco ante su pregunta. Esperaba haberlo conmovido con eso. 

—Por favor. Estoy segura de que mi familia me sigue buscando —dijo sollozando, con las lágrimas bajando por su rostro y deslizándose por su cuello hasta sus senos.

—Calla —dijo él con un sonido gutural. 

Lo miró después de limpiarse el rostro con las manos como pudo y se sintió desfallecer al notarlo excitado, mirándola de arriba a abajo. No le ayudaría.

—Con permiso. Mil disculpas… —Lena entró, deslizando un carrito con botellas y otros productos.

Alexander la miró extrañado y alargó el cuello, para mirar con el ceño fruncido hacia la puerta, seguramente buscando a los responsables de su seguridad—. Me dijeron que necesitaba más champaña… —dijo su amiga, con la mano temblorosa, sosteniendo una botella de vino.

Descubrió su pequeño maletín en la parte baja del carrito y no lo pensó dos veces. Lo tomó con lágrimas en los ojos y solo pudo atinar a darle un abrazo y un beso fugaz, a la única mujer en la que pudo confiar en todo ese tiempo, antes de echarse a correr para salvar su vida. 

Escuchó que Alexander le gritó que se detuviera, pero no podía hacerlo. Si en realidad quería ayudarla no la delataría, aunque no estaba segura de poder confiar en él.

Corrió por el pasillo de servicio que le indicó Sander hace semanas, donde se suponía estarían las cámaras de seguridad desactivadas y tomó una puerta hacia la cocina. Respiró con dificultad y sintió una emoción enorme al no encontrar a nadie en su camino. Él sí había cumplido su palabra. 

Salió por la puerta de atrás y sintió la humedad bajo sus pies. Se dio cuenta de que iba desnuda y tuvo que apoyarse en la pared a unos metros de allí, para sacar una de las tres mudadas que llevaba en el maletín; una camiseta gris deslavada y un pantalón corto fue su elección para no llamar la atención de los dueños de locales que sabían identificarlas con facilidad por sus prendas, en comparación con los turistas que frecuentaban la zona. 

Ni siquiera se había asegurado de meter ropa interior en ella, pero no le dio importancia. Al menos había metido un par de sandalias, pero un ruido cerca de la puerta le impidió ponérselas, por lo que se apresuró a rodear esa calle, e internarse por el jardín que servía de valla al club, mientras se recogía el cabello bajo una gorra oscura.

Llegó al puerto después de diez minutos y no aguantaba el pecho por la falta de oxígeno. Del casillero, sacó la bolsa de tela con las joyas y se encaminó al barco. Se disponía a subir, hasta que escuchó a uno de los hombres de Darius reír sobre la cubierta y observó que estaba junto a varios hombres. Ellos brindaban con muchas botellas de cerveza alrededor y eso la obligó a retroceder.

Apretó de nuevo sus documentos dentro de uno de los bolsillos del maletín, acción que había repetido sin cesar desde que salió del club. Alguien la empujó por detrás, y un grupo de jóvenes entre risas y un jaleo descomunal le pasaron alrededor. 

Uno de los chicos la cargó por la cintura y al mirarla mejor se disculpó con ella, pero iba tan bebido que siguió su camino, hasta que capturó a otra chica de la misma forma. A lo lejos, reconoció el catamarán al que el grupo se dirigía.

—Disculpa —dijo otro chico que colisionó con su espalda. 

—Te estaba esperando —respondió ella con una enorme sonrisa y se abalanzó sobre él para besarlo, dejándolo pasmado por un segundo, pero al sentir el sabor de vodka en su boca, profundizó el beso y el sujeto no se hizo de rogar.

Esa embarcación solía llegar a la isla cada semana, brindando el servicio de un itinerario por las islas Cícladas durante siete días y si no se equivocaba, el chico le había dicho que después se dirigían a Paros. Sabía que desde allí, había vuelos hasta Atenas cada cuarenta y cinco minutos y si lograba llegar, estaría a salvo.

El sujeto al que se había adherido, fingiendo estar demasiado bebida, le ayudó a subir y le ofreció un vaso con agua. Era atento y no se le notaba maldad alguna. Solo un par de personas la miraron con suspicacia, pero la mayoría estaban más interesados en bailar y divertirse que en concentrarse en ella y eso le ayudó a tomar aire.

Después de varios minutos se alejaron del puerto y por fin sintió un poco de calma. Las lágrimas cubrieron su rostro sin estar segura de si lloraba de felicidad o por la angustia de lo que estaba viviendo y el rumbo desconocido que tomaría. 

A lo lejos, vio un grupo de hombres que corrían hacia el puerto y reconoció a Sander entre ellos. Alguien más lo empujó, haciendo que cayera de rodillas al suelo y vio dos fogonazos en su dirección. 

Cerró los ojos con todas las ganas de gritar hasta perder la voz, pero a lo único que atinó fue a morderse los nudillos de su mano que tapaba su boca. Ella también cayó de rodillas, luego pegó la espalda contra el asiento, escondiéndose como una cobarde. 

Se quedó allí, sufriendo, por haber sacrificado a alguien que la quería de verdad, pero ese había sido el verdadero precio por su nueva libertad.

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