Vania Doskas

Ella observó la imagen que le devolvía el espejo y tragó con fuerza, para hacer bajar el enorme nudo que se le formaba en la garganta. Respiró hondo antes de deslizar el labial rojo por sus carnosos labios y se detuvo un instante en ellos, odiándolos por ser tan llamativos, como cada noche que debía hacer el mismo ritual. 

Los golpes en la puerta le aceleraron el corazón y verificó por última vez que el pequeño maletín deportivo no estuviese visible.

—Sirena, tu turno. Dos minutos.

—Estoy lista —dijo al tiempo en que abrió la puerta y se alisó el estrecho vestido azul rey que destacaba su figura. 

Odiaba que le llamaran de esa forma, ese no era su nombre, pero era como le conocían todos en ese mundo por su peculiar voz ronca y aterciopelada que no tenía nada que ver con su rostro delicado.

Al salir al pasillo, la canción que escuchó de fondo le estrujó el estómago. Recordó que fue por culpa del baile sensual que hizo bajo su ritmo, que la mantenían cautiva allí desde hacía dos años. Pero esa noche, por fin tenía una pequeña esperanza de poder escapar de toda esa inmundicia. 

Sander se lo había prometido y, aunque una parte de ella lamentaba fingir que sentía algo por él, la otra la excusaba, haciéndole ver que era su única salida.

Caminó hasta llegar al lado de Darius y este la recibió con una sonrisa. Él asintió en señal de aprobación después que ella giró sobre sí misma para mostrarle su nuevo atuendo.

—¿Dónde están las perlas que te envió el cliente? —preguntó frunciendo el ceño.

Ella tomó un mechón de su largo cabello con nerviosismo y se esforzó por sonreír, antes de responder algo que no lo enfadara más.

—Pensé que se vería recargado, jefe.

—No estás aquí para pensar. —La sujetó del brazo con fuerza, pero Sander se acercó de inmediato con un trago en su mano y se lo entregó al hombre para llamar su atención.

—Déjala, hombre. Herrera ya está aquí y quiere verla.

Su cuerpo se tensó al escuchar el apellido del hombre al que tendría que atender. Era el mismo con el que había cometido un desliz dos meses atrás y eso la metió en un serio aprieto con Sander y sus celos. 

Todas las chicas babeaban por un pequeño grupo de clientes jóvenes, adinerados y exitosos, que no eran solo herederos que vivían a costa de sus padres. No, ellos lideraban enormes negocios propios y eran tan fáciles de reconocer, que solían etiquetarlos como a aquellos a los que les brindarían sus servicios gratis. Aunque no era así, por supuesto. 

A cambio de sus atenciones, solían recibir los más lujosos presentes imaginables. Por eso, ellas mismas tenían creado un oculto y bien resguardado sistema de recompensas. Ella se ganó unos pendientes de zafiros de seis quilates, valorados en varios miles de dólares por su osadía al llevarse a Herrera. Aunque debía admitir que no estaba para nada arrepentida, pese a la brevedad de su encuentro y las terribles consecuencias, si alguien aparte de ellas se enteraba.  

—Tienes tanta suerte —agregó el aludido, acariciando su rostro y sujetando su nuca para besarla.

Advirtió la mandíbula apretada de Sander, así que cuando Darius haló su labio inferior con los dientes, mirando divertido a su hombre de confianza, ella evitó cruzar la mirada con la suya.

—¿Vamos? —preguntó él, ya sin poder fingir su molestia.

—No seas celoso. Sabes que no podemos apropiarnos del producto.

—Cállate, Darius. No es asunto tuyo —dijo él sin pensar, apartándole el brazo que recién se apoyó en su fornido hombro, debido al constante ejercicio.

Ella lo miró sorprendida, pero se encogió de dolor de inmediato cuando Darius la tomó de la nuca y la obligó a ponerse de rodillas entre ambos.

—Sander, es la última vez que me elevas la voz. Por mucho que te aprecie, sigues siendo un empleado y ella… es basura.

—Bastante rentable que te ha sido todo este tiempo —dijo ahora, modulando su voz y moviendo el cuello de un lado a otro. Mostrándole ufano desde arriba, los veinte centímetros de diferencia que le llevaba. 

—¿Y eso qué? —Lanzó una risotada que llamó la atención de los exclusivos clientes que recibían en su club privado—. Estas perras se consiguen a montones en los bares de las islas, rogando con su actitud que nos las llevemos. Muere una y traemos diez. Llévala con nuestro cliente preferido. 

Le acarició la cabeza como a una mascota y le extendió la mano para ayudarla a ponerse de pie.

El desacierto de Sander la hizo temblar. Nadie debía confrontar a Darius Dropolus si quería seguir respirando. Sin embargo, esos dos se habían criado juntos en la calle desde niños y ese lazo, solo ella lo había logrado debilitar con sus atenciones.

—Calma. Convence a este cliente para quedarse toda la noche y dale esto. —Sander le entregó un anillo con un enorme diamante cuando doblaron por una esquina hacia las habitaciones. Deslizó el pedrusco y dentro vio un líquido azul—. Te sacaré de aquí, muñeca. Aunque sea lo último que haga.

El beso que recibió antes de entrar a la habitación, estuvo cargado de emociones de parte del castaño y ella intentó responderle con la misma intensidad. Se sentía agradecida porque expusiera su vida para salvarla, pero la culpa la atenazó al mirarlo, porque no podría cumplir con su parte, no iba a esperarlo. 

Cuando al fin la soltó, notó su mirada empañada y dudó un segundo antes de que él la empujara para que avanzara hasta la puerta.

—Te voy a extrañar todos estos días, pero no podemos levantar sospechas. —Le acarició el rostro con ternura, pero respiró profundo y se aclaró la voz antes de agregar—: Hasta media noche. Lena vendrá por ti y preguntará si necesitas un cambio de toallas. Si no te dice eso…, corre, Vania. Tu mochila y tus documentos falsos estarán en el puerto, donde te expliqué.

—Vania… —repitió.

—Vania Doskas, fue el más seguro.

—Si esto te expone demasiado, no lo hagas —dijo con el corazón acelerado al escuchar aquello.

—Esa ya no es una opción. 

Lo vio alejarse y señalarle la puerta de nuevo.

Ella tocó la puerta y una voz profunda le dio acceso. Se sorprendió al encontrar dos hombres enormes franqueando la entrada, quienes la detuvieron en el umbral y la revisaron sin mirarla demasiado. 

No era el protocolo habitual debido al nivel de exclusividad del lugar, pero sabía que cuando ocurría, era porque el cliente así lo había exigido. Por primera vez se preguntó en qué andaría involucrado ese hombre para temer algo allí dentro.

Alexander Herrera le sonrió con diversión. Vestía de esmoquin y se veía impecable. 

Le aturdió la intensidad de su mirada azul turquesa, pero se contuvo de avanzar hacia él por su gesto con la mano que le indicó con un dedo, girar para que quedara de espaldas. 

Ella así lo hizo y tembló por la expectación. Maldiciendo de inmediato por comportarse como una novata frente a él, porque con el hecho de que ya la hubiese solicitado, agregaba un valor exorbitante a sus servicios y Darius era conocido por aprovechar muy bien las debilidades de sus clientes. 

Para lograr que su jefe accediera a brindarle un espacio, Herrera envió un costoso collar de perlas. Sander lo envió a tasar y aunque se le dijo a Darius que no valía demasiado para que le permitiera quedárselo, en realidad era el collar más costoso que tenía hasta ahora. 

Ella sabía que no era la chica más hermosa que tenían en el lugar, pero poseer un cabello rubio platinado y una potente voz, hacía que se destacara entre las demás. Por lo tanto, la mostraban como un premio no asequible para cualquier bolsillo. Lo que generaba en los clientes más interés del habitual.

—Pedí que vinieras con el collar —dijo el hombre tras su espalda, mientras bajaba el cierre de su vestido. 

Su tacto delicado le erizó la piel.

—Puedo ir por él —contestó, pero quiso morderse la lengua por su imprudencia. Todas las joyas obtenidas por sus servicios ya deberían estar de camino al casillero del puerto, porque usaría varios como pago para salir de la isla, de acuerdo a lo indicado por Sander.

—No, ya no es necesario —dijo acariciándole la espalda y bajando con ambas manos, hasta acariciar el resto de su silueta—. Ponte esto en los tobillos. —Le mostró unas esposas unidas con una larga cadena metálica, decorada con piedras preciosas. 

Ella sonrió, pensando en lo pervertido que podía ser ese hombre si llevaba eso a cuestas para sus encuentros. Si tuviera tiempo de despedirse de las otras chicas, les habría contado, seguro estarían encantadas con la información.

Recordó la recomendación de Sander y se movió sugerente hacia abajo, acariciado cada una de sus piernas y luego su cadera al erguirse. Lo miró de reojo, pero su falta de expresión ante sus invitaciones veladas no parecía surtir efecto. No obstante, un segundo después, saltó en su sitio al sentir una manotada en su trasero.

—No te pedí que hicieras eso —dijo con la voz gruesa—. ¿Cómo te llamas?

—Sirena.

—Tu nombre real —pidió, sentándose en la chaise longue blanca, estilo rococó que combinaba con el resto del decorado negro y blanco de la habitación.

—Sirena —repitió bajando la mirada. Queriendo gritarle que no podría usar nunca más su verdadero nombre. 

—Entiendo… —dijo quitándose la chaqueta—. Sírvenos una copa y baila para mí. 

Se contoneó hasta el reproductor y aprovechó para abrir su anillo y verter el líquido en la copa. Esperó con los nervios a flor de piel que el color se diluyera de inmediato, pero tomó un par de segundos que ocurriese. 

Regresó y le entregándole una a él, colocando la suya sobre una pequeña mesa de cristal oscuro, mientras se arrodillaba sobre la alfombra y se acercaba a gatas. 

Él se inclinó hacia delante con los antebrazos sobre las rodillas, gesto que a ella le hizo sonreír.  Ya lo tenía.

Se acercó a su mano y lamió uno de sus dedos mientras lo miraba insinuante. Era de esas contadas veces en que no le daba asco hacerlo y el que él le pareciera atractivo, era una buena despedida de ese mundo, en comparación al enorme anciano con hedor a puro que tuvo que atender hacía unos días. 

Miró complacida cómo se llevaba la copa a los labios, pero antes de tragar, haló su mano derecha con firmeza. Ella quiso zafarse, porque allí llevaba el anillo, pero de inmediato se vio de nuevo sorprendida cuando le apresó la muñeca con otras esposas a juego con las que llevaba en los tobillos y se puso de pie, para luego arrastrarla sin miramientos, hacia un tubo empotrado en la pared. 

Capítulos gratis disponibles en la App >

Capítulos relacionados

Último capítulo