Un giro inesperado (3era. Parte)
La misma noche
New York
Hillary
Estupidez. Esa es la única palabra que encaja. No hay otra. Una estupidez monumental… mía. Por ingenua. Por ciega. Por haber creído que podía manejar a Scott como si fuera un simple peón. Por no ver, por no querer ver, lo que realmente estaba incubando detrás de esos arrebatos de celos mal disimulados.
Recuerdo con una nitidez irritante la escena: él ahí, con los puños apretados, los labios temblando de rabia contenida, y esos ojos… esos malditos ojos chispeando rencor cada vez que pronunciaba el nombre de Alfred. Y yo, idiota, lo miraba con superioridad y me repetía: “Será útil. Puedo usarlo. Este pobre diablo va a ayudarme a quitarle todo a Alfred.” Como si la furia pudiera usarse como herramienta sin consecuencias. Como si no fuera un bumerán directo al pecho.
Le abrí la puerta. Así de simple. Se la abrí de par en par. Pensando que podía controlarlo, que sus celos eran teatro barato, una estrategia de niño malcriado para llamar mi atención. Pensé que