Charlas, encuentros y más (3era. Parte)
La misma noche
New York
Alan
Una de las lecciones más absurdas que me dejó mi padre fue esa manía de enseñarnos a golpes lo que podría habernos dicho con una caricia. Crecer sin su apoyo fue casi un castigo disfrazado de fortaleza. Si un imbécil me golpeaba en la escuela, tenía que aguantármelo. No podía llegar llorando. No podía esperar que se levantara del sillón y fuera al colegio a poner las cosas en su lugar. Ni una palabra de consuelo. Ni una mirada de "te entiendo". Nada.
Para él, eso era formar carácter.
Según su doctrina, cada quien debía pelear sus propias batallas. Aprender a morder el polvo, a sangrar sin hacer escándalo. Y claro, con los años entendí algo: quizás esa era su manera retorcida de prepararnos para un mundo que no tiene piedad. Pero también entendí que, a esa edad, lo único que uno quiere es sentirse amado. Sentir que si te caes, alguien te va a levantar. Que, si te rompen, alguien va a intentar pegar los pedazos. No que te miren desde lejos mientras te hundes