—Patricia, déjame llevarte a casa —le dije con suavidad.Patricia estaba realmente agotada. Esa mujer que antes irradiaba vida, seguridad y belleza, ahora no era más que una sombra de sí misma. En su rostro ya no quedaba rastro de aquel brillo habitual, solo cansancio y desgaste profundo.
Al final, viendo que no podía convencerme de lo contrario, asintió sin decir palabra.
Se sentó en el asiento del copiloto y no abrió la boca en todo el trayecto. Se la notaba hundida, con el ánimo por los suelos.
Yo, por mi parte, la miraba de reojo, sintiendo una mezcla de impotencia y compasión que me revolvía el pecho.
Durante todo el camino, lo único que dijo fue para indicarme alguna dirección. Nada más.
El silencio era tan denso que parecía llenarlo todo. Un ambiente cargado de tristeza que se respiraba en cada suspiro.
Por suerte, tras unos treinta minutos de trayecto, finalmente llegamos a destino.
El hogar de Patricia se encontraba en un conjunto residencial de categoría alta. Era un sitio tra