Mario soltó una risa que enfriaba cada vez más la sangre. No era de humor, ni de ironía. Era el sonido de un hombre que ya no tenía nada que perder.
—Ja.ja... Por eso te pido que los cuides, Óscar. —Su voz era tranquila, demasiado tranquila, como el silencio antes de que un edificio colapsara: —No me fallarás, ¿verdad?
Mis dedos se cerraron con fuerza alrededor del celular. Sabía lo que estaba planeando.
—¡Ni loco! —Le recriminé, con una voz quebrada por una mezcla de rabia y terror: —¡No pienso cargar con tu familia! ¡Todavía quiero casarme algún día!
El silencio del otro lado fue repentino, pero suficiente para confirmar mis peores temores.
—Esta es mi cruz, y yo solo la cargaré. —Sus palabras eran como un fuerte susurro para él, pero llevaban el peso de una sentencia: —No dejaré que el hospital sufra por mis errores.
—¡Mario, escúchame muy bien! ¡No hagas esta loc.
Click.
El silencio repentino me golpeó como un martillo.
—¡NO!
Marqué en repetidas ocasiones su número una, dos, cinco