Mundo ficciónIniciar sesiónMilo Prince
No suelo improvisar, no soy de ese tipo de persona, para mí todo debe seguir un plan estructurado que me haga sentir cómodo. Mucho menos soy de los que cambian planes sobre la marcha ni de los que se dejan llevar por impulsos románticos, eso se lo dejo a otros. Pero durante toda la noche cada parte de mí gritaba que tenía que verla, porque cuando se trata de Viena, ni siquiera yo mismo me reconozco. Mi agenda estaba libre por primera vez en semanas, las prácticas terminaron antes de lo previsto, y la idea de quedarme en D.C. sin hacer nada me pareció insoportable. ¿Con qué propósito debería permanecer lejos de ella cuando puedo tomar un avión? Viena se merece una sorpresa, es lo mínimo que podía hacer. Y cuando anoche le dije que esta semana mejoraría, lo hice pensando justamente en esto. Por eso reservé el primer vuelo a New York sin pensarlo demasiado, era una idea que me estuvo dando vueltas en la cabeza, pero que hasta hoy se concretó. Ahora, mientras espero en el aeropuerto, repaso en mi cabeza cómo será verla al abrir la puerta y una sonrisa se instala en mi rostro. De esas que solo surgen cuando pienso en ella o estoy a su lado. Imagino su cara de incredulidad, esa risa suya que siempre termina con los ojos entrecerrados, el abrazo que me deja sin aire cada vez que me tiene cerca, pero que me hace sentir cómo nunca me había sentido. Llevo días imaginando eso, porque es justo lo que necesito. Su presencia. Su cercanía, su calidez. La necesito a ella. Desde antes de la videollamada no dejaba de darle vueltas en mi cabeza a cómo se veía su rostro en la pantalla, a la forma en que suspiraba cuando decía que me extrañaba, en cómo sus ojos estaban algo entristecidos. No había ese brillo habitual en ellos. Lo que ambos necesitamos es tiempo juntos. Meto una de mis manos en el bolsillo de mi chaqueta para tocar el regalo que le llevo. Una pequeña caja de terciopelo con un colgante que tiene nuestras iniciales grabadas. No es un regalo demasiado caro, pero sí uno con intención. Algo que quiero darle en persona, mirándola a los ojos y sin pantallas de por medio. El avión despega poco antes del amanecer y con cada minuto que pasa, siento una mezcla de ansiedad y felicidad porque estaré cerca de ella. Miro por la ventana y me descubro sonriendo como un idiota una vez más, pero me permito disfrutar de esta sensación, porque no recuerdo haber sentido algo tan simple y tan intenso a la vez. Lo nuestro es reciente, sí, pero se siente como si hubiera estado esperándola toda la vida. Durante el vuelo repaso mentalmente los lugares a los que podríamos ir. Ese café pequeño al que la llevé en nuestra primera cita; el parque donde me confesó que odiaba las clases de economía o su rincón favorito en la biblioteca. Tantos lugares que significan tanto para nosotros. Cada recuerdo que está ligado a ellos, me aprieta el pecho de una manera agradable. Todo lo que tiene que ver con ella lo hace, porque se ha convertido en el centro de mi mundo. Aterrizo en New York pasadas las ocho de la mañana. El tráfico a esta hora está denso, pero no me importa, tomo un taxi directo a su apartamento con el corazón acelerado. No puedo dejar de imaginar la sorpresa en su cara cuando me vea. Imagino su voz cuando diga mi nombre, sorprendida y feliz, tanto que quiero que el taxi se pase todas las luces en rojo y tome todas las rutas alternas para llegar lo más pronto posible. Cuando llego, toco el timbre de su departamento para que me abra la puerta, porque el acceso principal está cerrado. Lo hago una, dos y hasta tres veces, pero nada ocurre. Reviso el reloj, pero no es tan temprano, ella ya debería estar despierta. Las luces del edificio todavía están encendidas y tras unos minutos esperando, la portera me reconoce y me deja subir sin problema. En el pasillo, todo está en silencio. Y supongo que es normal porque prácticamente puedo despertar a los vecinos. Golpeo la puerta de su departamento, al menos agradeciendo que no oyera el primer timbrazo, porque se dará la sorpresa cómo quería, pero sigue sin responder. —Vamos, Vi… —murmuro, con una sonrisa nerviosa, porque no imagino qué estará haciendo para que no pueda abrirme la puerta. «¿Y si está en la ducha? ¿O dormida?». Saco las llaves de repuesto que me dio hace un mes, “por si acaso”. Las uso, y el clic del cerrojo suena demasiado fuerte en medio del vacío cuando empujo para entrar. El departamento está en orden. Demasiado en orden para lo que estoy acostumbrado cuando se trata de Viena. El aire huele a su perfume, esa mezcla de jazmín y algo cítrico que siempre se queda pegada a mi ropa después de verla. Cosa que amo. Todo aquí grita su nombre y estar en este lugar me brinda la calma que necesito. —Viena… —la llamo otra vez, pero no obtengo respuesta. Camino por el pasillo, reviso su habitación. La cama está tendida, todo está intacto, cómo si ella ni siquiera hubiera dormido en ella anoche o la hubiese tendido hace poco. Una sensación extraña me recorre el cuerpo. No es miedo, pero sí es una inquietud que no me deja tranquilo. Como si algo estuviera fuera de lugar, algo pequeño, pero importante, de lo que no me doy cuenta y no sé qué es. No es bueno, teniendo en cuenta lo que ella iba a hacer anoche, y más porque no me dejó ningún mensaje al llegar, como le pedí. Estoy sacando mi móvil para hacerle una llamada cuando este vibra en mi mano. Mi corazón al instante obtiene un poco de calma, porque de seguro es ella, que acaba de salir de la casa y no le dio tiempo de escribirme. «Aunque es raro que la portera no me haya dicho nada». Pero cuando miro la pantalla, no es el nombre de Viena el que veo, es un mensaje de un número desconocido. Lo abro sin saber con qué voy a encontrarme, pero no es algo raro, dado que muchos me contactan por el tema de las empresas de mi familia. »Hotel Grand Avenue, habitación 406. Frunzo el ceño mientras lo leo por segunda vez, pensando en que esto debe ser una broma. Nadie sabe que vine a New York, que estoy aquí o el motivo que tuve para viajar. Viena tampoco lo sabía, así que no creo que esta sea su idea. Tardo unos segundos en procesarlo. No hay contexto, ni explicación, solo una dirección y la petición implícita de presentarme cuanto antes. Trato de ignorarlo, porque me parece una jodida locura hacer algo así, pero vuelvo a mirar a mi alrededor y la inquietud se convierte en un peso en el estómago. No sé por qué, pero presiento que esto no es una coincidencia. Respiro profundo, lo pienso bien y una vez decidido, salgo del apartamento con el pulso desbocado. A las afueras del edificio tomo de nuevo un taxi y durante todo el camino trato de contactar a Viena, pero es en vano. Ella no responde. ** El auto se detiene frente al Hotel Grand Avenue y me quedo mirando el edificio unos segundos antes de bajar. «No entiendo qué hago aquí». Resoplo frustrado. «O sí, lo entiendo, pero no quiero admitirlo». El mensaje sigue en la pantalla de mi teléfono, tan inesperado como perturbador. El recordatorio y la confirmación de que estoy haciendo algo loco. Porque lo peor de todo es que Viena sigue sin responder. Y no ha sido por falta de insistencia, porque los minutos atascados en pleno tráfico neoyorquino me puso aún más impaciente. El portero del hotel me saluda con su cortesía automática cuando entro, pero yo apenas le devuelvo el gesto. Camino directo al ascensor con el corazón golpeándome el pecho como si quisiera escaparse. No sé si me están jugando una broma, si ella está en problemas o si todo esto es un malentendido. Pido para que no sea la segunda opción, porque no sabría cómo reaccionar. Ahora mismo solo sé que algo no encaja y mi corazón me dice que tiene que ver con ella. El ascensor se detiene con un sonido suave en el cuarto piso. Los pasillos están vacíos cuando salgo y las luces del techo permanecen encendidas. Camino hasta la puerta 406. La madera brillante, con ornamentos dorados, se siente más grande de lo que se ve. No llamo todavía, porque realmente no sé si estoy cometiendo una locura. Esto puede ser otra cosa, incluso relacionado conmigo, no sería la primera vez que alguien trata de hacerme daño para extorsionar a mi familia. Por eso solo respiro hondo e intento calmar la sensación en el pecho. Hasta que mi teléfono vuelve a vibrar con otro mensaje. Miro la pantalla como un resorte, esperando nuevamente que sea Viena, pero es del mismo número. »Esta es la mujer de la que tienes que alejarte. No vale la pena. El mensaje incluye un archivo, un video. Uno que dudo en presionar al leer lo que dice la nota, pero al final lo hago. La primera imagen es este mismo hotel, porque reconozco el lobby que acabo de dejar atrás en el primer piso. En el medio del salón, con un vestido negro que le queda hermoso, está Viena, pero no va sola. Un brazo posesivo le rodea la cintura y ella se recuesta a ese hombre como si no pudiera mantener sus manos alejadas de él. «¿Qué carajos estoy viendo?».






