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Capítulo 2. Cena tramposa.

Viena Myers

Suelto un suspiro largo y frustrado cuando la pantalla se apaga y mi reflejo queda frente a mí, difuminado sobre el negro del móvil, porque a veces siento que la distancia me pesa más de lo que debería.

Vivo en Nueva York, en un pequeño apartamento cerca del campus, mientras Milo está en Washington D.C., terminando sus prácticas en una de esas empresas que sus padres esperan que él lidere en el futuro.

Nos separan poco más de cuatro horas en auto, pero entre sus horarios y los míos, se siente como un continente entero.

Cierro los ojos y apoyo la cabeza contra el respaldo del sofá, intentando borrar el cansancio que no sé si viene de las clases, de mi padre o de la distancia que hay entre nosotros. Ha pasado apenas un mes desde que empezó su práctica profesional, y aunque prometimos no dejar que eso nos afectara, la verdad es que sí lo hace.

No es lo mismo.

Extraño su olor, su calor, su manera de mirarme como si todo lo demás dejara de importar.

Y ahora, encima, tengo que lidiar con mi padre.

Que sí, que me dio margen mientras estudiaba, me prometió una pausa a sus planes. Pero la ironía es que estoy estudiando lo que él quiso, no lo que yo elegí. Administración de empresas, porque, según él, «una mujer Myers debe ser útil para los negocios familiares».

Y aquí estoy, estudiando algo que odio, fingiendo interés, porque es la única forma que tengo de mantener su atención lejos de mis verdaderas decisiones.

...Todo es cuestión de estrategia, Viena...

Sus palabras se han grabado a fuego en mi pecho y cómo no, si siempre han sido parte de él. Las estrategias, sus intenciones y sus manipulaciones.

Estrategia para controlarme, para hacerme su mascota obediente.

Miro el reloj. Faltan apenas dos horas para la cena.

Intento convencerme de que será algo breve, pero hay una sensación en el pecho que me dice que nada bueno saldrá de esa noche. Me levanto, voy hacia el armario y saco el vestido negro que mi padre me envió hace una semana, para sus ocasiones importantes, como él mismo las llama. Nunca me gustó el tono de sus mensajes, tan directos e impositivos, pero no tengo opción.

Mientras me visto, pienso en Milo. En cómo sus palabras aún resuenan en mi cabeza.

“...Esta semana va a mejorar. Te lo prometo...”

No sé a qué se refería, pero me aferro a esa idea, porque si hay alguien capaz de hacerme olvidar lo que me espera esta noche, es él.

El restaurante elegido por mi padre es uno de esos lugares elegantes donde le gusta sentirse el centro de atención. Las luces son tenues, la decoración es minimalista, y el aroma del vino tinto flota en el aire junto con el murmullo contenido de la gente que finge estar disfrutando.

Apenas cruzo la puerta, el maître me reconoce y me guía hacia una mesa apartada al fondo. No hace falta que me diga con quién estoy citada; lo sé desde que leí su mensaje con la hora y el lugar, sin saludo ni despedida.

Albert Myers ya está sentado, lleva su traje gris oscuro, la corbata perfectamente alineada y esa expresión imperturbable de quien siempre obtiene lo que quiere.

Frente a él hay otra silla ocupada, y cuando me acerco un poco más, reconozco al acompañante.

Charles Bellington.

«El compromiso con patas».

Su sonrisa es lo primero que me da náuseas.

—Viena, hija —me recibe mi padre con un tono que pretende calidez, pero solo suena a poder disfrazado—. Qué gusto que hayas llegado a tiempo.

—No suelo llegar tarde —respondo con una sonrisa que sé que lo irrita, porque no es de las que él aprueba.

Charles se pone de pie y me ofrece la mano, como si fuéramos viejos conocidos.

—Es un placer volver a verte, Viena.

—Lo dudo —replico con amabilidad fingida mientras me siento.

Mi padre me observa, mide cada movimiento, cada palabra y cada gesto.

—No empieces con esa actitud. He hecho un esfuerzo por organizar esta cena.

—¿Un esfuerzo? —Levanto una ceja—. No tenía idea de que coordinar una emboscada contara como esfuerzo.

Albert apoya los codos sobre la mesa y entrelaza los dedos.

—No hagas esto aquí. No después de todo lo que está en juego.

—¿Y qué está en juego exactamente? ¿Tu reputación o mi libertad? —Me atrevo, porque estoy cansada de él y sus chantajes, y porque mi amor por Milo me hace sentir fortaleza.

Su mirada se endurece, y por un segundo, el silencio se vuelve pesado. Charles intenta intervenir, pero mi padre lo detiene con un gesto.

—Viena, este es un trato importante para ambas familias.

—No soy un trato —replico entre dientes, tratando de contenerme.

—No seas dramática —responde, con esa calma irritante que usa cuando está a punto de estallar—. Nadie te está obligando.

—¿En serio? —me inclino hacia adelante—. Porque tengo entendido que ya firmaste los documentos del compromiso. Sin mi permiso.

Charles carraspea, incómodo.

—Albert solo quiere lo mejor para ti, y yo también.

—Qué conmovedor —digo, apoyando la barbilla en la mano—. Un hombre que no me conoce y otro que no me escucha decidiendo lo que me conviene.

Albert exhala despacio, puedo imaginarlo contando hasta diez.

—Vas a cenar, vas a comportarte, y vas a escuchar. Después hablaremos. A no ser que me obligues a tomar decisiones, Viena, y no te gustarán. Tú no tienes derechos, solo deberes. Y lo que sea que te ha llevado a envalentonarte, no servirá de nada si me ocupo de ello.

«Con Milo no, por favor».

Me trago la angustia que siento en un instante. Quisiera levantarme y marcharme, quisiera gritarle que no pienso obedecerlo, pero no lo hago. Porque conozco a mi padre, y cuando usa ese tono, lo mejor es esperar. Estoy tensando mucho la cuerda y sé que eso tiene consecuencias.

Me acomodo en el asiento y fijo la vista en el vaso de agua que el camarero acaba de dejar frente a mí. El líquido tiembla ligeramente cuando lo tomo, y aunque no sé por qué, una sensación incómoda me recorre el cuerpo.

Cuando mi padre levanta la mano para pedir que me sirvan lo mismo que a ellos, un vino costoso, como los que le gustan, algo en mi interior me dice que esta noche no debería seguir aquí.

Aston es el de los vinos, no yo. Nunca me caen del todo bien.

Pero lo hago, acepto la bebida, porque mi padre me ha enseñado bien a fingir obediencia.

—Brindemos —dice, alzando su copa con una sonrisa fría—. Por el futuro.

Y aunque el mío acaba de tambalearse, levanto la copa también. Por costumbre, por miedo o por inercia, no estoy segura.

El cristal choca con un sonido seco, que parece sellar mi destino.

***

Mis ojos se abren de golpe, desorientados, como si mi cuerpo hubiera decidido despertarse antes que mi mente. Durante unos segundos no entiendo dónde estoy. Las luces del techo parpadean suavemente, la sábana se siente áspera contra mi piel y cuando intento moverme, algo dentro de mí se queda congelado.

«Carajo, estoy desnuda».

El corazón me da un vuelco y comienza a latir frenéticamente. Una punzada seca que me obliga a incorporarme, pero en cuanto lo hago la cabeza me late y el estómago me arde. Pestañeo varias veces para intentar calmar, convencerme de que nada malo está pasando.

Pero a mi lado se escucha un suave ronquido y todos los pelos de mi nuca se erizan.

Charles está a mi lado, durmiendo. Y por lo que veo con horror debajo de la sábana que apenas lo tapa, también está desnudo.

—No. No, no, no.

Me aparto de golpe y tropiezo con el borde de la cama. Casi caigo al suelo, pero logro sostenerme del mueble más cercano. Tiemblo por dentro, no soy capaz de controlarme. Todo me da vueltas y sé que no es algo físico, es mi mente gritándome y reaccionando a esta maldita metida de pata.

Avanzo un poco, buscando mi ropa, pero me encuentro de repente delante del espejo.

Mis ojos se llenan de lágrimas y un jadeo doloroso se me escapa.

Mi cuerpo está lleno de marcas. Moretones en mis muslos, en mis brazos y por todo mi cuello.

El aire se me escapa en un sollozo.

—No… —susurro, llevándome las manos a la cabeza—. No, no puede ser…

Intento recordar. Qué carajos hice. Cómo llegué aquí.

Pero por más que trato, no viene nada. Solo la cena, la que a duras penas estaba soportando, aparece en mi mente.

Mi padre. Charles. La encerrona con el tema del compromiso.

Y luego… Nada. Un vacío negro y espeso es lo único que consigo al forzarme. Además de un intenso dolor de cabeza.

Me jalo el cabello con fuerza, desesperada.

No puedo creer que haya llegado a esto. Si no recuerdo, eso significa que me dieron algo.

Pero mi padre no haría eso, ¿no?

Ni siquiera estoy segura.

—No hice nada… no lo hice —repito una y otra vez, como si decirlo bastara para borrar las marcas—. No lo haría, no a él.

No tomaría la decisión de engañar a Milo, no cuando al fin siento que estamos en la misma línea. Cuando me hace feliz el solo hecho de saber que me quiere con él tanto como yo.

Las lágrimas me nublan la vista. Me obligo a respirar para no derrumbarme. El corazón me golpea el pecho con violencia.

«Debió ser una trampa».

Todo tuvo que ser planeado. Si no por mi padre, creo que sí por Charles.

Siento náuseas.

Me cubro el cuerpo con la sábana, pero me da tanto asco que la aparto enseguida. No quiero tener nada que me recuerde a esto.

Busco mi ropa por el suelo, el vestido está arrugado, manchado y desgarrado por un costado, pero lo tomo igual. Me lo pongo a la carrera, con las manos temblorosas y sin mirar demasiado. El simple roce de la tela contra mi piel me hace sentir sucia.

Charles se mueve en la cama, medio dormido y murmurando algo que no entiendo. Contengo la respiración.

Agarro mi bolso, mis zapatos y todo lo que encuentro que recuerdo haber llevado conmigo.

Tengo que salir.

Tengo que irme.

Camino hacia la puerta, descalza y con el corazón martillando tan fuerte que me retumba en los oídos. Alcanzo el picaporte y lo giro despacio, sin atreverme a hacer ruido.

Pero cuando abro la puerta, que intento salir, el mundo se me detiene.

—Milo.

De pie frente a mí. Con la mirada fija, la expresión entre sorpresa y desconcierto… y luego, dolor.

Sus ojos recorren mi vestido deshecho, mi cabello revuelto y mis manos temblando. No hace falta que diga nada, el silencio lo dice todo.

Me llena la desesperación, pero sigo congelada en el umbral. El miedo se siente como ácido en mi boca cuando trato de hablar.

—No es lo que parece... —lloriqueo.

Pero en realidad sí lo es. Y Milo lo sabe.

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