Adrián
El aire se había vuelto más denso, casi palpable, como una bruma helada que se deslizaba entre los árboles. Las sombras danzaban a nuestro alrededor, más vivas, más insistentes, una manifestación del dolor y del sufrimiento que impregnaba cada rincón de este bosque. Cada ruido, cada suspiro parecía amplificar la angustia que nos asediaba. Sin embargo, a pesar de esta pesada opresión, una sensación extraña me invadía, una especie de clarividencia que me empujaba a avanzar, a buscar lo que habíamos venido a encontrar. No era el miedo lo que me gobernaba, sino una nueva determinación, una sed de entender lo que se ocultaba más allá de esta bruma.
Sasha, a mi lado, no decía nada. Estaba tensa, lista para todo. Podía ver en sus ojos lo mismo que en los míos: una voluntad de no huir, de no retroceder ante lo que nos esperaba. Lo que habíamos sentido, esa presencia, ese eco del alma rota… había despertado algo en ella, así como lo había hecho en mí. Ya no éramos simplemente almas perd