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34. El rostro de la guerra.

La niebla cubría el suelo, espesándose conforme me acercaba al territorio de la manada. Cada paso que daba era más pesado, como si la tierra misma quisiera retenerme, frenarme, hacerme dudar. Pero no podía. Mi mente estaba llena de imágenes de Rita, de su rostro, de su fragorosa ternura, de la forma en que me había visto cuando estaba al borde de la muerte, y cómo me había salvado. Sabía lo que significaba para mí ahora. Sabía que no podía abandonar lo que había comenzado con ella, pero también entendía que, si no volvía a tomar el control, todo lo que habíamos construido juntos se perdería. No solo la manada caería en manos equivocadas, sino que mi propia identidad quedaría deshecha.

Las figuras de los lobos se perfilaban entre los árboles, sus siluetas recortadas por la luz de la luna llena. El viento les traía el olor de mi presencia, y ellos lo sabían. Los lobos rebeldes, aquellos que me habían atacado, ya estaban aquí. No iba a ser un enfrentamiento sencillo. No lo había sido nun
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