Fabrizio
Lo que había comenzado como una simple búsqueda de debilidades del enemigo había terminado en un gran caos. El hedor a sangre y óxido impregnaba el aire, la casa crujió como si se quejara, pero el sonido quedó opacado por el rugido de la bestia que se alzaba ante mí. Las cadenas que antes la contenían yacían destrozadas a sus pies, retorcidas como si fueran meros hilos de lana. Su pelaje negro como la noche se erizaba con furia, y sus ojos, dos brasas encendidas, me devoraban con un odio primitivo. Se había despertado, y lamentablemente habíamos comprobado que era terrible. A lo lejos, escuché los aullidos de los humanos que habían sido convertidos en contra de su voluntad por experimentos maléficos.
—¡Maldita sea! —gruñó Marina. Se había lanzado a atacar a la gran bestia, pero luego de haber quedado herida, habíamos optado por cansarla. Mi amiga evitaba los golpes y zarpazos de la criatura, que no mostraba ningún signo de fatiga.
—¡Cuidado! —grité, pero ya era muy tarde. La