Fadiga, después de haber recibido una dote de su nuevo marido, se había establecido bajo el techo de Abilawa con su única hija. Abilawa, siendo la niña querida de papá, no hacía nada todos los días. Cuando se despertaba por la mañana, sólo tenía un deber que cumplir: el de limpiar el polvo de los electrodomésticos. Después de esta tarea, iba a la bomba a buscar agua para bañarse. Cuando regresaba del baño, pasaba todo el tiempo en su habitación haciendo chichi, una costumbre que había heredado de su madre. Después de cepillarse bien el cabello, se ponía lápiz labial y un vestido de su elección. Después de arreglarse, venía y se sentaba en el sofá y encendía la televisión. Usando el control remoto, navegó por los canales y seleccionó uno de su elección.
Esa mañana, Abilawa se había acomodado en su sofá habitual y centraba toda su atención en la pantalla del televisor cuando de repente, una voz perturbó su calma y tranquilidad.
—Abilawa —gritó la nueva madre—, ¿qué haces sentada ahí?
Tí