Apenas crucé las puertas oxidadas, el eco de mis pasos se perdió en el silencio denso del lugar. La vieja fábrica olía a polvo, a aceite quemado y a recuerdos podridos. Las paredes estaban cubiertas de manchas y el suelo crujía bajo mis botas. Todo era una trampa, y lo sabía. Pero no me detuve.
Entonces los vi.
Guardias.
Al menos una docena de ellos, armados hasta los dientes, con fusiles automáticos, chalecos blindados y rostros sin expresión. Me rodearon sin moverse, como estatuas listas para matar con solo una orden. Cada uno era un disparo esperando el permiso para salir. Pero yo no frené. Caminé como si no me importaran. Como si no llevara la muerte rozándome el cuello.
Al fondo, entre las sombras, apareció él.
Apolo.
El bastardo de Rusia.
Vestía un traje gris oscuro, impecable, con las manos metidas en los bolsillos y esa sonrisa torcida que siempre me había sacado lo peor. El cabello lo llevaba peinado hacia atrás, mostrando su rostro afilado, y sus ojos... esos malditos ojos a