Un trabajo peculiar

El invierno en Ontario continuó con su manto de nieve, cubriéndolo todo en una quietud helada, pero de alguna forma, comenzamos a acostumbrarnos a la vida aquí. William y yo nos instalamos en nuestra nueva rutina. A medida que pasaban los días, me di cuenta de que la ciudad era pequeña, pero su gente era cálida y acogedora. Aunque mi corazón seguía destrozado, pude ver cómo, poco a poco, la rutina comenzaba a darnos algo que necesitábamos: estabilidad.

Los vecinos, al principio curiosos por nuestra llegada, empezaron a mostrarse amables y a ofrecernos su ayuda. La señora Mackenzie, una mujer mayor que vivía a unos pocos metros, se convirtió en mi primera amiga. Me ayudaba con algunos consejos sobre el clima y cómo hacer frente a las temperaturas extremas de Ontario. Ella y su esposo, un hombre que trabajaba en la policía local, nos invitaron a cenar una noche, y aunque William no se mostraba muy entusiasta, la amabilidad de la pareja logró suavizar el ambiente.

Poco después, conocí a Caroline, una mujer joven y simpática que trabajaba en una tienda de comestibles local. Ella me ofreció su ayuda cuando me faltaban algunos artículos en casa, y, a pesar de mis reservas, acepté su invitación para tomar un café. Hablar con alguien fuera de la casa, fuera de mi pequeño círculo, me ayudó a sentirme menos aislada.

Mientras tanto, yo estaba decidida a comenzar de nuevo, a encontrar un trabajo. Necesitaba ocuparme, sentir que podía ser más que una madre devastada. Después de algunos días buscando en los anuncios de trabajo, encontré una oferta en la que buscaban una secretaria para una gran fábrica de madera en el área. No era el trabajo de mis sueños, pero era lo que necesitaba: un lugar donde pudiera encontrar una fuente de ingresos y alejarme, aunque fuera un poco, de los recuerdos que me atormentaban. También debía encontrar una escuela para Will, pero eso lo vería más adelante.

El primer día que fui a la entrevista me sentí nerviosa, y mi mente no dejaba de cuestionarme si habría tomado la decisión correcta. No estaba segura de si podría lidiar con la gente de la fábrica, ni si podría gestionar la tarea administrativa después de todo lo que había vivido. Sin embargo, al entrar en la oficina y conocer a mi jefe, el nerviosismo se desvaneció. Ellos entendían lo que había pasado, sabían lo que enfrentaba, y me ofrecieron el trabajo con una sonrisa cálida.

Mis primeras semanas en la fábrica fueron una mezcla de miedo y alivio. El trabajo era sencillo, pero demandante, y aunque sentía la presión de hacer las cosas bien, me mantenía ocupada, lo cual era justo lo que necesitaba. William también estaba comenzando a adaptarse, su actitud era más tranquila, aunque seguía guardando una distancia emocional.

En la fábrica, pronto me di cuenta de que no estaba sola. Los trabajadores eran amables, siempre dispuestos a ayudarme cuando necesitaba orientación. Pero entre todos ellos, hubo uno que captó mi atención de manera inesperada: Benjamín Tancredi. Lo conocí en mi primer día, cuando me mostró cómo llegar a mi oficina y me explicó un poco sobre cómo funcionaba todo. Benjamín no era como los demás; su voz era profunda y tranquila, y su mirada, aunque seria, parecía esconder una amabilidad genuina.

Era imposible no notar su presencia. Alto, de cabello castaño oscuro y ojos claros, con una complexión robusta que hablaba de alguien acostumbrado al trabajo físico. No me sorprendió cuando me enteré de que Benjamín era el hijo de un leñador, pues su aspecto encajaba perfectamente con esa imagen. A lo largo de las siguientes semanas, nos cruzamos varias veces en los pasillos de la fábrica. Siempre me saludaba con una sonrisa sincera, y aunque al principio solo intercambiamos palabras formales, pronto nos hicimos más cercanos.

—Buenos días, señora Cervantes—me dice Benjamin.

—Buenos días, señor Tancred—le respondo.

Benjamín, a pesar de su encantadora personalidad y de ser claramente una persona muy atractiva, parecía estar más interesado en la amistad que en algo romántico. Me lo demostró cada vez que se sentaba a mi lado durante los descansos o cuando me ayudaba con algunas tareas fuera de mi oficina. Siempre me hablaba con respeto y nunca intentó hacer nada que me incomodara. A decir verdad, al principio me sentí aliviada por su actitud. Sabía que no estaba preparada para abrir mi corazón a otra persona, no después de lo que había vivido con Jankel. La idea de una nueva relación me aterraba, y aunque la amabilidad de Benjamín era innegable, lo veía solo como un amigo, o al menos eso quería pensar.

Una tarde, después de un largo día de trabajo, Benjamín se ofreció a acompañarme a casa, pues vivía en una casa cercana. Acepté, aunque con algo de reticencia, ya que no estaba acostumbrada a que los hombres me ofrecieran su ayuda sin más, pero ese día estaba nevando. Durante el trayecto, hablamos sobre el frío de Ontario, sobre cómo lidiábamos con el clima y la vida en este pequeño pueblo. Fue entonces cuando Benjamín, con una mirada que reflejaba melancolía, me compartió parte de su historia.

— Mi familia... — comenzó, su voz más grave de lo habitual. — Murieron en una avalancha hace años. Estábamos de viaje, en las montañas, disfrutando de un fin de semana. Lo último que recuerdo es la nieve cayendo con fuerza, el viento... Luego, todo se desmoronó.

Su historia me sorprendió. Un hombre fuerte, tan sereno, tan amable, había tenido que enfrentar una pérdida tan devastadora. Sentí una mezcla de tristeza y respeto por él, por su capacidad para seguir adelante después de semejante tragedia. Sin embargo, no era el tipo de historia con la que me podía identificar. Aunque ambos habíamos perdido a alguien, nuestras vidas y nuestros sufrimientos eran diferentes.

— Lo siento mucho — respondí, con voz suave, aunque sabía que mis palabras no podían aliviar su dolor.

Benjamín sonrió, pero era una sonrisa triste, como si hubiera hecho las paces con su pasado de alguna manera. En ese momento no me habló de su cicatriz en una pierna por ese accidente.

— No te preocupes, Winnie. Todo pasa, ¿sabes? A veces, el tiempo hace su trabajo. Yo me siento bien aquí, trabajando, ayudando, y haciendo lo que me gusta. La caza, la pesca, los campamentos... todo eso me da paz. Los niños también, ellos tienen una energía que me hace olvidar el pasado.

Había algo reconfortante en sus palabras, en su calma. Parecía que había encontrado su propósito, su manera de lidiar con el sufrimiento. Yo, por otro lado, aún no sabía cómo hacerlo. A veces, me sentía perdida, rota, esperando que el tiempo me diera alguna señal de que todo pasaría, aunque en mi corazón, tenía mis dudas.

Al llegar a mi casa, Benjamín me deseó una buena noche y me dejó con una sonrisa que, a pesar de su tristeza, me hizo sentir un poco más ligera. Sabía que era demasiado pronto para pensar en nada más allá de una amistad, pero su presencia me resultaba agradable. En ese momento, no sabía si algún día podría dejar que alguien más se acercara a mí de la forma en que él lo hacía, pero al menos su amistad me ofrecía un poco de consuelo.

— Hasta mañana, señora Cervantes. — dijo, antes de desaparecer en la oscuridad de la noche.

Fui a buscar a Will a casa de mi nueva amiga, y me dirigí a mi hogar, mientras entraba a la calidez de mi hogar, me di cuenta de que la vida aquí, en Ontario, aunque llena de sombras, comenzaba a darme algo que no había tenido en mucho tiempo: la oportunidad de sanar, un paso a la vez.

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