El sol ya se colaba por entre las palmeras cuando Ana y Hugo descendieron del elevador rumbo al restaurante del hotel. Pasaban de las diez de la mañana y el calor húmedo de Varadero los recibió como una sábana tibia al cruzar el lobby abierto. El aroma del café recién hecho y el pan tostado flotaba en el aire, mezclado con el murmullo de conversaciones y el tintinear de cubiertos.
—Actúa como que no los ves… —murmuró Hugo al detenerse en seco y pegarse discretamente a una columna—. Vamos a desayunar a otra parte.
Ana lo miró divertida, arqueando una ceja mientras se agazapaba a su lado, juguetona.
—¿Y crees que así los vamos a engañar? Parecemos turistas fugitivos.
—Si nos sentamos con ellos, no nos sueltan en todo el día —susurró Hugo, echando un vistazo rápido hacia el restaurante.
Desde su escondite, alcanzaron a ver la mesa larga cerca del ventanal. Ahí estaban todos: su papá Humberto, su mamá Eugenia, Cassie, Gina, Mateo y los niños. Una escena de desayuno familiar perfecta… y pel