Tabar aún sentía la respiración agitada cuando llegó a los aposentos del Señor de los Dragones. Dejó caer su cuerpo pesadamente contra la puerta que había cerrado a sus espaldas. El corazón le latía desbocado, las manos y los labios aún le ardían a causa del recuerdo de la piel suave de Zarah.
Maldijo entre dientes al darse cuenta de que había huido, sintió el bochorno recorrerlo de pies a cabeza al pensar que cara tendría su esposa en ese momento. La había arrinconado tantas veces, robándole brutalmente besos y caricias en busca de algo más, que ahora era el doble de vergonzoso haber retrocedido con tanta cobardía.
—Pase de ser una bestia salvaje a un cachorro mojado... Que imbécil. —Se deslizó hasta caer sentado sobre el frío suelo basáltico. Observó por la ventana, la nieve aún caía ferozmente en el exterior. — No hay forma de que pueda explicarle que pasó sin espantarla...
No era la primera vez que los recuerdos de la guerra lo sorprendían en medio de los besos y caricias co