April miraba por la ventana, cada vez más tensa a medida que el paisaje se volvía demasiado familiar. El giro entre los árboles, el sonido del viento filtrándose entre las ramas, el sendero de piedra que cruzaron tantas veces sin testigos, con el corazón desbordado de silencios compartidos. La brisa le trajo un perfume conocido. A madera, a lavanda, a todo lo que creyó haber enterrado.—Detén el auto. Basta, Logan. ¿Qué estás haciendo?—Tranquila —murmuró él, sin desviar la vista del camino—. Solo quiero hablar.Ella no insistió. Se limitó a girar el rostro hacia la ventana otra vez. Cuando el auto se detuvo, el cuerpo se le quedó inmóvil.Las cortinas blancas seguían ondeando en las ventanas. Las macetas con flores en la entrada, el porche de madera donde una vez se acurrucaron entre mantas, las copas vacías olvidadas al amanecer… todo parecía detenido en el tiempo. Como si aquel rincón entre árboles hubiera estado esperando su regreso. Como si los recuerdos no se hubieran atrevido a
April se mantenía de pie junto a la puerta, con los brazos cruzados, como si solo esa postura pudiera evitar que algo dentro de ella se viniera abajo. Tenía el cuerpo rígido, la mirada fija en el fuego que empezaba a crepitar en la chimenea. Logan la observaba desde el otro lado de la sala, con los hombros levemente vencidos por un peso que ya no podía seguir cargando solo.—No tengo tiempo —dijo ella con frialdad—. Los niños me esperan. Dime lo que tengas que decir… y me voy.Logan tragó saliva. Dio un paso hacia ella, pero se detuvo a medio camino. No por miedo. Sino porque sabía que cualquier palabra mal dicha, ahora, podía herir más que sanar.—Necesito contarte algo —empezó—. Algo que debí decirte hace mucho.April no respondió. Solo lo miró. Pero sus ojos, por un instante, se abrieron apenas. Como si algo dentro de ella supiera que lo que venía… iba a doler.—Cuando me fui de viaje aquella vez… recibí una llamada de mi madre. Estaba llorando. Dijo que Megan estaba muriendo. Que
Marie llevaba más de una hora en la oficina. Pero aún no se atrevía a irse. El reloj marcaba las seis con veinte cuando cruzó el pasillo en dirección al despacho principal, sin dejar de mirar su celular.Nathan no respondía los mensajes. No respondía las llamadas. Y April… tampoco.Tragó saliva antes de golpear la puerta con los nudillos.—¿Señor Callahan?No obtuvo respuesta.Golpeó de nuevo, más fuerte.—Soy Marie… ¿está bien?Nada.Entonces, sin pensarlo mucho, giró la perilla y empujó suavemente. El interior de la oficina estaba en penumbra, iluminado solo por las luces de la ciudad a través de los ventanales. Enseguida ella encendió las luces. Nathan tenía la cabeza apoyada sobre el escritorio.Una botella vacía de whisky descansaba a un lado, como testigo de su derrumbe.—Dios… —murmuró Marie, entrando con cautela—. Señor, ha bebido demasiado.Se acercó despacio, con el corazón latiéndole a mil.—Señor Nathan…Él abrió los ojos, pesados, rojos, y durante un segundo la miró sin
Marie se había quedado junto al sofá por más de una hora, sin moverse. Al principio solo lo miraba. Observaba cómo el pecho de Nathan subía y bajaba con respiraciones irregulares, cómo su ceño seguía fruncido incluso dormido.Había una herida en él. Un dolor que lo devoraba desde adentro. Y sin saber por qué… ella no podía alejarse.Se levantó con cuidado, recogió su bolso del suelo, se aceró una vez más a él, estaba a punto de girarse y salir en silencio, cuando sintió un tirón en la muñeca.Nathan le había sujetado la mano.—No me dejes…La frase fue apenas un susurro, ronco, algo ebrio, tembloroso. Marie se quedó congelada. Su corazón se desbocó. No sabía si él la veía… o la confundía.No supo qué decir.—Señor…Pero Nathan tiró de ella con más fuerza, y antes de que pudiera reaccionar, la hizo caer sobre él. Su cuerpo chocó contra el de él, su rostro quedó apenas a centímetros, el aire temblando entre ambos.—April… eres tan hermosa…Marie abrió los labios. Quiso decirle que no…
April cerró la puerta con un golpe seco y apoyó la espalda contra la madera como si el peso de la culpa la aplastara. Respiraba con dificultad, con la boca entreabierta y los ojos ardiendo. Cada latido le dolía. Cada paso de regreso a casa se había sentido como una huida. Una que no logró salvarla de sí misma.Se quitó los zapatos sin orden ni cuidado. Caminó descalza por el pasillo, como una sombra que no se reconoce. Tenía el cuerpo marcado por el roce de Logan, por sus besos, por sus manos, por la entrega que no debió haber sucedido. El corazón le palpitaba con rabia, con vergüenza, con esa mezcla asfixiante que la hacía querer gritar.—Idiota… —murmuró para sí, golpeando el respaldo del sofá con la palma abierta—. ¡Eres una maldit@ idiota!Se asomó a la habitación de los niños. La puerta estaba entreabierta. El silencio era total, interrumpido solo por la respiración suave de tres cuerpecitos dormidos. Sienna abrazaba su conejo con fuerza. Dylan dormía encogido, con la expresión s
La luz del amanecer se colaba en el departamento con una lentitud cruel. Rayos pálidos atravesaban las cortinas, proyectando sombras suaves sobre las paredes. Nathan parpadeó, con la garganta seca y la cabeza latiéndole como si la noche anterior hubiera sido un castigo. Todo dolía: el cuerpo, la boca, el alma.Se incorporó con torpeza, sintiendo los músculos tensos, el cuello agarrotado, la boca amarga. El aire olía distinto. A encierro, a licor… y a algo más. Un perfume tibio, dulce, como vainilla mezclada con piel. Cerró los ojos por un instante y aspiró. La sensación le recorrió el pecho como un eco de algo que no debía estar allí.—¿Qué…? —murmuró, llevándose una mano a la sien.Miró alrededor. El sofá estaba desordenado, con los cojines a un lado, una camisa arrugada colgando del respaldo, el cinturón en el suelo. Parpadeó. No recordaba haber llegado hasta ahí. No recordaba haberse desnudado. No recordaba… nada con claridad.—Dios… —susurró, al darse cuenta de que su ropa interio
Marie entró por la puerta lateral, con la cabeza gacha y las gafas oscuras que nunca usaba en interiores. Caminaba rápido, casi sin respirar, como si los pasillos pudieran tragarla si se movía lo suficientemente silenciosa.—No quiero verlo… no quiero verla… —se repitió mentalmente, una y otra vez.El ascensor tardó más de lo normal. Su reflejo en las puertas metálicas le devolvía una imagen pálida, con el maquillaje mal puesto y los ojos hinchados. Se arregló el cabello con dedos temblorosos, como si eso pudiera ocultar lo que cargaba por dentro.Cuando las puertas se abrieron, se apresuró a entrar. Saludó con un gesto vago a la recepcionista. Ni siquiera la miró. Fue directo a su escritorio, agradecida de que aún no hubieran llegado muchos. Se sentó, encendió el monitor, abrió la agenda… pero las letras bailaban frente a sus ojos.—Actúa normal… solo trabaja… —susurró, con los dedos apretados en el borde del escritorio.Sabía que Nathan aún no llega, podía sentir que no estaba ahí,
April retrocedió apenas. Quiso hablar, pero él levantó la mano con rabia contenida.—¡He estado desde el primer día, April! ¡Desde que nacieron, desde las noches sin dormir, desde los biberones y las pesadillas! ¡He estado ahí, más que él, más que nadie!—Lo sé…—¡No! ¡No lo sabes! —gritó, con la voz quebrada por la frustración—. ¡No voy a dejar que ese imbécil aparezca cinco años tarde y se lleve todo por lo que yo he luchado!Marie, desde su escritorio, escuchó cada palabra. Se le heló la sangre. Apretó los puños sobre la mesa.—Nathan… —susurró April—. No se trata de quitarte nada. No es una competencia.—¿Ah no? —preguntó él, dando otro paso hacia ella—. Entonces dime por qué siento que ya te está ablandando.El silencio fue brutal. Del otro lado de la puerta, Marie cerró los ojos, escuchó los gritos, los reclamos, todo. April cerró la puerta con cuidado. Dio un paso hacia Nathan, con las manos abiertas, buscando su mirada.—Tienes que entenderlo… Los niños quieren estar con su p