Pronto, mis días dejaron de ser vacíos y sin sentido, tener un objetivo me mantenía con la cabeza ocupada, todavía no descubría exactamente mi lugar en el mundo, pero cada día me sentía mejor persona, aquel sentimiento de desesperanza y fracaso se difuminaba mientras mi autoestima mejoraba.
Si hace medio año alguien me hubiese dicho que tendría trabajo, un perro y un marido, jamás lo habría creído.
Y todo gracias a la peor traición que viví.
Lo que más me hacía sentir culpable era que, conforme pasaban los días, mi madre ocupaba menos tiempo en mis pensamientos, su rostro dejaba de ser tan claro, su voz se perdía en mis recuerdos. La rabia que me carcomía al principio se apagaba, ya no sentía ese odio desmedido que provocaba un ardor en mi estómago.
Pero me sentía culpable porque ella fue mi madre, estuvo conmigo durante toda mi infancia. Y la quería, no podía dejar de lado el hecho de que, al contrario que mi padre, me cuidaba y me llevaba con ella. Porque hubo cosas malas, nadie lo