Capítulo 4 - Un desconocido
En la azotea de El Umbral Azul, Belisario tenía una habitación privada. Entró con Adelina en brazos. Ella, presa de la incomodidad, se aferraba a él como un pulpo, sin la menor gracia. Le costó trabajo separarla de su cuerpo y, sin más rodeos, la arrojó al baño. Luego, respiró hondo y marcó un número.

—Izan, trae hielo.

Tras colgar, Belisario observó cómo Adelina intentaba salir de la tina y sin dudarlo la sentó y abrió la ducha fría.

—¡No te muevas! —le ordenó.

Belisario veía como la ropa húmeda se adhería al cuerpo esbelto de Adelina, haciéndolo apretar la mandíbula.

En minutos oyó a Izan:

—Señor, aquí está el hielo.

—Espera —Belisario, cortante, lo detuvo—. Deja las cubetas ahí, y lárgate.

Izan quedó sorprendido por la actitud de su jefe; hoy fuera de lo habitual totalmente, así que dejó las cubetas en la entrada y se marchó.

Cuando Belisario se aseguró de que Izan se había ido, tomó los baldes de hielo y los metió al baño, sumergiendo luego a Adelina en el agua helada.

Mientras ella trataba de escapar de la tina, temblaba y titiritaba, debatiéndose entre el calor de su cuerpo y el agua helada, pero las manos de Belisario la sostenían con firmeza y sus ojos oscuros, la observaban.

—Aguanta un poco —una voz grave sonó a su lado—. Pronto pasará.

***

Adelina despertó sintiéndose débil y con el cuerpo adolorido. Sus ojos se posaron en el techo blanco mientras su mente iba recuperando claridad. Poco a poco, las imágenes de la noche anterior comenzaron a desfilar por su cabeza.

De pronto, su rostro empalideció. Apartó las sábanas y comprobó que llevaba puesta una prenda de dormir. Su cuerpo no parecía dañado; sin embargo, ese dolor sordo y generalizado seguía allí. ¿De dónde venía?

—¿Ya despertaste? —dijo una voz masculina. Adelina, sobresaltada, alzó la vista y allí estaba… Un hombre elegantemente vestido y bello, pero desconocido. La sola idea de qué habría pasado la alteró.

—¿Quién eres? —peguntó, pero su voz salió ronca y le dolió la garganta.

El hombre, sin responder, sirvió un vaso de agua que luego le acercó. Adelina, viendo sus manos largas y cuidadas, vaciló, pero tenía sed, así que tomó el vaso y lo

bebió enseguida para luego preguntar:

—¿Fuiste tú quien me salvó?

El hombre guardó silencio, sin negar ni afirmar nada. Adelina, un tanto más tranquila, suspiró.

—Gracias por lo de anoche. Pero… —bajó la vista y viéndose una pijama, la invadieron las dudas.

Belisario recorrió el rostro de Alina y a su mente llegó la imagen de la noche anterior: la figura esbelta de Adelina.

Sin poder evitarlo, algo en su interior se agitó.

—Señorita Mendívil, no hay nada de qué preocuparse. Anoche no sucedió nada —dijo, respondiendo indirectamente, eludiendo con habilidad la vergüenza del momento.

Adelina, aunque tenía interrogantes, solo apretó los dientes, pero de pronto reaccionó:

—¿Cómo sabes mi apellido?

—¿Te parece raro? Hay muchas noticias sobre ti hoy, ¿no lo sabías? —contestó Belisario, con desenfado.

El rostro de Adelina palideció.

—¿Q-qué estás diciendo?

—Hay varias versiones de tu historia, ¿cuál quieres escuchar? —Belisario entrecerró los ojos con una leve sonrisa.

—¿Quién eres? ¿Qué pretendes? —preguntó Adelina, alertando todos sus sentidos.

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