Observé a Firenze con detenimiento. Ya no tenía el sobre con los documentos, pero no podía confrontarla todavía. Necesitaba saber qué tanto había descubierto y, sobre todo, qué planeaba hacer con esa información. No podía dar un paso en falso. Ella estaba dos pasos adelante, esperándome. Sentí por primera vez en mucho tiempo que el control ya no me pertenecía y esa sensación me resultaba insoportable.
Aguardé hasta el final del día, cuando los niños se durmieron y mis padres se marcharon. Durante la cena, intenté analizar cada uno de sus gestos, pero Firenze se mostró como siempre. Su sonrisa era la misma con nuestros hijos, su conversación con mi madre fluía con naturalidad, e incluso reía de manera casual ante algún comentario suyo. No había rastro de furia, ni siquiera de disgusto. No me enfrentó ni me dejó señales evidentes de que supiera algo, pero yo sabía que sí. Lo supe en cuanto la vi regresar con esa bolsa de supermercado y su expresión inmutable. Lo supe porque no era la re