El rugido del helicóptero se apagó lentamente mientras descendíamos sobre el muelle privado de la propiedad de Charles Can. A través de la ventana, el lago brillaba como un espejo roto bajo el sol de mediodía, rodeado de árboles tan perfectamente podados que parecían de plástico.
La mansión era una estructura de madera y cristal muy llamativas. Era tan ostentosa como su dueño.
Frederick apretó mi mano con fuerza antes de que la puerta se abriera.
—Recuerda las reglas— susurró, su aliento caliente rozando mi oreja, causando que se me erizara la piel.
No tuve tiempo de responder. La puerta se abrió de golpe, revelando a Charles Can parado en el muelle, con una sonrisa que mostraba demasiados dientes blancos.
«¡Cuánto quería tumbárselos!»
—¡Frederick Lancaster! —exclamó, extendiendo los brazos como si fuéramos viejos amigos—. Qué honor tenerte en mi humilde refugio.
Humilde. La palabra casi me hizo reír. El “refugio” de Charles valía más que la mayoría de los países pequeños. Ahora ent