—Fray, ¿qué te trae por aquí hoy? —preguntó Diana Acosta, dando una calada elegante a su cigarrillo. Era la dueña de “El Infinito”, la famosa señora Diana. Aunque ya pasaba de los treinta, su piel era la envidia de chicas mucho más jóvenes. Pero su verdadero tesoro era su sofisticación y su manera de tratar a la gente, algo que las jovencitas ni soñando podrían igualar.
El hombre frente a ella vestía un traje negro impecable que, lejos de hacerlo ver rígido, acentuaba su aire distinguido y elegante. Era una figura clave en el mundo de los negocios de la ciudad y el sueño de innumerables mujeres. Era Efraín Herrera, un hombre que parecía observar el mundo desde la cima.
Efraín se recostó perezosamente en el cómodo sofá, entrecerró los ojos y, después de observar a la mujer del vestido negro bordado, declaró:
—Estás enamorada.
Diana se sobresaltó un instante. Sus ojos seductores brillaron, haciéndola aún más fascinante. Una sonrisa tímida se dibujó en sus labios rojos.
—Vaya, Fray. Nada