El aire en la habitación es denso, cargado con la fiebre que parece consumir a Alonzo. Isabella no responde a la pregunta de Renatto; su atención se centra completamente en el niño, que es quien los necesita en ese momento.
Con manos firmes. pero llenas de ternura, comienza a desvestirlo, desabotonando cuidadosamente su camisa empapada de sudor. Su toque es suave, como si temiera romper algo precioso, aunque cada movimiento es preciso, como el de alguien que ha lidiado con el sufrimiento antes.
Alonzo se vuelve pequeño y frágil entre sus manos, su rostro una expresión de dolor silencioso, la lucha interna con la enfermedad repentina que lo ataca. Isabella intenta levantarlo, pero su propio cuerpo aún siente las secuelas de su reciente herida. La tensión en sus hombros revela el esfuerzo que hace por sostener al niño. Es en ese momento que Renatto reacciona.
—Dame a mi hijo —