Isabella se levantó a media tarde y se dio una ducha para aclarar su cabeza. Dejó que el agua corriera sobre su piel mientras sus pensamientos todavía la atormentaban.
Nunca fue una mala persona, nunca le había hecho daño a nadie, pero parecía que muy dentro de ella, en alguna parte, el rencor luchaba por apoderarse de su buen juicio.
¡Cómo le gustaría tener a James ahora, ahí con ella, le pediría un masaje sobre los hombros y se recostaría sobre su pecho para olvidar las últimas horas!
— Ah… James… — dejó salir en un suspiro.
Abajo, en el despacho, James recibía una llamada.
— Hola, ¿James? ¿Cómo estás? ¿Adivina qué?
El hombre se acomodó en la silla, un tanto contrariado al reconocer la voz.
— ¿Leonora?
— ¡Sorpresa! Estoy aquí, ¡Justo en tu puerta!
— ¿Qué? Pero, ¿Cómo, por qué?
— Ah, vamos, terroncito, cómo Mahoma no va a la montaña, entonces, ¡La montaña va a Mahoma! — dijo con emoción esperando a que alguien le abriera.
— ¿Cómo pasaste a los guardias del portón?
— ¡Fácil! Les dije