Doña Rosario no pudo responder. ¿Cuándo había retribuido algo? Ni siquiera una aguja o un hilo. Solo pudo seguir llorando a gritos:
—Si hubo compensación o no, Isabella lo sabe en su corazón. Llamen a Isabella y pregúntenle.
—No hace falta que siga clamando, señora —dijo Eduardo con tono calmado. —Si realmente hubo compensaciones, basta con que indique los objetos y las cantidades. El día del divorcio hubo funcionarios presentes, y con una simple revisión, todo saldrá a la luz.
Eduardo continuó, siempre sereno:
—Sumercé dice haber tratado a mi señora como a una hija propia y que estuvo a su lado durante la tragedia de la familia Diaz de Vivar. Esa afirmación no es del todo falsa, pero tampoco es del todo cierta. En ese momento, usted estaba enferma, y fue mi señora quien la cuidó día y noche. Desde que Isabella se casó con el general Theobald, apenas durmió en su propio pabellón. En cambio, se dedicó a cuidarla a usted. Se pueden contar con los dedos los días que vivió en su propio pat