Han se sintió furiosa por la orden de ese hombre, una furia que no era solo un arrebato pasajero, sino un fuego interno que le quemaba la sangre y le hacía apretar los dientes con tanta fuerza que la mandíbula le dolía. No era únicamente el hecho de que la hubieran tratado como una ladrona, sino la humillación pública de verse obligada a obedecer, sino que trabajar cuando ella nunca lo había hecho.
Han tenía dinero, claro que lo tenía, podría pagar otra vez si era necesario, incluso podría haber dejado una suma mayor para acallar las críticas de ese lugar, pero sabía que no seguir las órdenes de Burak podría poner en graves problemas a su hermano. Y el amor que sentía por él, la necesidad de protegerlo de cualquier represalia, era más fuerte que su orgullo. —Han, no te preocupes, yo trabajaré por ti —dijo Esra con una sonrisa forzada que apenas se sostenía, como si cada músculo de su rostro supiera que estaba mintiendo acerca de su tranquilidad. En realidad, la voz de Esra temblaba, y sus ojos, aunque intentaban brillar con valentía, se notaban apagados. Ella no temía al trabajo en sí; lo que realmente le dolía era la mirada de Burak, esa mirada que alguna vez había buscado amorosamente y que ahora solo le devolvía desprecio y desdén. —No, no te dejaré sola —respondió Han, casi con desesperación. Estaba dispuesta a entrar a ese lugar, a hundir las manos en agua sucia y grasa, a frotar platos hasta que sus uñas se quebraran, con tal de que Esra, su mejor amiga, no cargara sola con la culpa de algo que ni siquiera habían comido. Para Han, la amistad era un lazo sagrado, más fuerte que cualquier humillación que pudiera recibir en ese momento. —En serio, puedes ir… —intentó insistir Esra, con la esperanza de que Han no se hundiera más en aquella situación. —Ni lo pienses, Esra. Las amigas estamos para apoyarnos juntas, así que, vamos —replicó Han.. Antes de seguir a su amiga, Esra miró en dirección a la mesa donde estaban Burak y Vanea. La escena le golpeó el pecho como un puñetazo: Vanea tenía una sonrisa en los labios, una de esas sonrisas que no eran de simple placer, sino de victoria, de burla cruel. Mientras tanto, Burak revisaba su celular con la indiferencia de quien no considera que algo importante esté sucediendo a su alrededor. Ese contraste entre la frialdad de él y la satisfacción de Vanea fue suficiente para que un nudo se formara en la garganta de Esra, un nudo tan apretado que la hizo burbujear por dentro y sentir cómo sus ojos comenzaban a picar con lágrimas que no podía, no debía dejar salir. Con gran esfuerzo reprimió el dolor, obligando a su corazón a latir con calma, aunque cada latido se sentía como un golpe seco contra sus costillas. “Burak, quieres que tu esposa sirva a tu amante, pues lo haré —pensó con amargura—. Lo haré aunque me duela, aunque me arrastre la dignidad. Pero cada acción tuya solo me demuestra lo mismo: que me desprecias, no por lo que soy como mujer, sino por ser la sobrina de tu secuestrador. Tus palabras de protección futuras, solo fueron una mentira. Para ti, jamás seré más que una sombra de ese pasado que tanto odias recordar.” Esra ingresó a la cocina del restaurante. Había muchos empleados, cocineros y ayudantes que se movían con rapidez, como si fueran engranajes de una máquina perfectamente aceitada. A simple vista, parecía que no necesitaban a nadie más. El aire estaba impregnado de olores: especias, aceite caliente, pan recién horneado, pero también de sudor y cansancio. El calor de los fogones hacía que el aire fuera pesado, casi insoportable, y a Esra se le hizo un nudo en el estómago, no de hambre, sino de nervios. —Colóquense esto —les dijo alguien, lanzándoles unos gorros y uniformes arrugados que olían a detergente barato—. No pueden salir con esa ropa, es una regla del restaurante. Han frunció el ceño y, en un arrebato, preguntó: —¿Dónde se encuentran las cámaras? Una mujer mayor, de rostro endurecido, la miró con desconfianza. —¿Para qué quieres saberlo? —Alguien agarró el dinero que pagamos de una comida que nunca llegó. Debe en las cámaras estar quién lo tomó —respondió Han. Las risas no se hicieron esperar. Varias voces cuchichearon al mismo tiempo, burlándose. —¿De verdad crees que te dejarán entrar a revisar? —dijo uno, con sorna. —Mejor ponte a trabajar —añadió otro, mientras agitaba una cuchara enorme como si fuese un cetro de autoridad. —¡No sé por qué tenemos que trabajar, si no hemos comido! —recriminó Han, aún incapaz de aceptar la injusticia, mientras Esra ya se había vestido con el uniforme. —Han, solo vete por la parte trasera —suplicó Esra en voz baja, con la esperanza de protegerla de más humillaciones. —Olvídalo. Vine contigo y me iré contigo —replicó Han. Se metió al vestidor. Mientras Han se cambiaba a regañadientes, Esra respiró hondo y se acercó al contador, quien al verla vestida de empleada no pudo evitar sonreír. Había algo en Esra que ni siquiera un uniforme sencillo y deslucido podía opacarla. Su rostro irradiaba una dulzura natural, su piel parecía suave como la seda, y su mirada, aunque ahora estaba cargada de tristeza, tenía un brillo que robaba atenciones sin proponérselo. —El señor Hakan espera —le dijo el contador, extendiéndole una libreta para que fuera a tomar el pedido. Esra la tomó con manos temblorosas, y caminó hacia la mesa con el corazón latiendo de forma frenética. Sus manos sudaban, sus piernas parecían de gelatina, y su respiración se entrecortaba, como si estuviera subiendo una montaña imposible de escalar. Al llegar a la mesa, sus labios temblaron antes de que pudiera articular la pregunta sobre lo que ambos desayunarían. Burak, que aún seguía con la mirada fija en su celular, apenas notó de reojo que unas piernas delgadas se habían detenido a su lado. No hizo el esfuerzo de levantar la cabeza. —Señor Hakan, ¿qué va a servirse? —preguntó Esra con voz baja, evitando mirar directamente a Vanea, quien se apresuró a contestar. —Burak siempre desayuna menemen y simit —dijo con aire de dueña del conocimiento. Por supuesto que Esra lo sabía. Nadie conocía mejor que ella los gustos de su esposo. Sabía perfectamente cómo le gustaba el menemen, qué tipo de pan prefería, hasta la temperatura exacta del té que solía acompañar. Pero lo que deseaba en ese instante no era demostrar lo que sabía, sino ver en los ojos de Burak un destello de dulzura, un mínimo gesto que le dijera que aún quedaba algo de ese adolescente que ella ayudó a escapar. —Para mí lo mismo —añadió Vanea, con una sonrisa que parecía hecha para herir, sabiendo que Burak, aun sin mirarla, la escuchaba. Esra permaneció de pie, observando a un Burak que parecía resistirse a levantar la mirada. Cuando finalmente lo hizo, lo que encontró en sus ojos no fue ternura, sino irritación, un filo cortante que la atravesó.. —¿No has escuchado? ¿Por qué no te mueves? —exclamó con voz cargada de fastidio. Sus ojos eran afilados como dagas, y mientras tanto, Vanea sonreía con malicia, mordiéndose el labio inferior. Para Esra, esas palabras fueron una bofetada. Apretó los labios, giró sobre sus talones con un movimiento débil y se dirigió a la cocina. Sentía la mirada de Burak clavada en su espalda, una mirada que la atravesaba, pesada y ardiente. —Burak —lo llamó Vanea al ver cómo observaba a Esra partir—. No seas cruel con ella… —¿Aún la defiendes? Te drogó y llevó a abortar, de paso, deja en ridículo a la familia queriendo comer sin pagar, cuando mi abuelo me dio una tarjeta ilimitada para sus gastos. —Oh, Burak, yo sé que ha sido cruel, que me ha lastimado, y que hace cosas para llamar tu atención. Porque seguramente nos vio, y por eso quiso irse sin pagar para llamar tu atención. Se que estuvo mal, pero… —Pero nada, Vanea, no hay justificación para las crueldades e inmoralidades de esa mujer. Burak volvió su mirada al celular, poniendo punto final a esa conversación, y Vanea presionó los labios escondiendo una sonrisa de satisfacción. Ya circulaban por las redes, que Esra, la esposa de Burak Hakan, había entrado a un restaurante para comer, y luego tratar de irse sin pagar. En el mismo video, se veía a un Burak furioso, que le ordenaba al contador llevará a Esra a trabajar. La gente que comentaba, trataba a Esra de inmoral y mañosa, mientras que aplaudían la acción de Burak, en ponerla a trabajar para que aprendiera a pagar lo que consumía. Eso la satisfacía aún más a Vanea. Esra entró nuevamente a la cocina. Apenas cruzó la puerta, sintió cómo las miradas de algunos empleados se posaban en ella, con esa curiosidad de quienes disfrutan observando la humillación ajena. No necesitaban palabras, bastaban las sonrisas ladeadas y los cuchicheos velados para hacerle saber que todos sabían quién era ella: no solo una empleada improvisada, sino la esposa de un hombre rico que, en lugar de protegerla, la había arrojado al ridículo. Intentó respirar hondo para calmarse, pero el aire denso de la cocina solo le llenó los pulmones de humo y grasa. Aun así, se obligó a mantener la cabeza erguida. Caminó hasta la mesa de preparación, entregó la orden y aguardó con las manos cruzadas frente a sí. Mientras los cocineros comenzaban a preparar el desayuno, Esra cerró los ojos un instante, tratando de contener las lágrimas. En ese instante, Han apareció a su lado, ya vestida también con un uniforme que le quedaba grande. —Esra, esto es una locura —susurró con dureza, asegurándose de que nadie más escuchara—. No deberíamos estar aquí. Esra la miró con ternura, aunque sus labios temblaban. —Lo sé… pero si me voy, será peor. Tú misma viste su mirada. No es solo cuestión de comida… es como si quisiera hacerme pagar por existir. Han apretó los puños, deseando gritar, pero se contuvo. Sabía que cualquier palabra más fuerte solo empeoraría las cosas. El pedido estuvo listo en pocos minutos, servido con rapidez por un joven cocinero que la miró con lástima. Esra tomó la bandeja con manos temblorosas, respiró hondo y volvió a caminar hacia la mesa. Al regresar, no encontró a Burak sentado. Solo Vanea estaba allí, esperándola con una sonrisa torcida que parecía disfrutar del espectáculo. Esra miró alrededor, buscando a su esposo, hasta que lo vio cerca de la entrada del restaurante, hablando por teléfono con gesto serio. Ese simple detalle la atravesó: él había preferido levantarse e ignorar su presencia, como si no pudiera soportar verla de pie frente a él. —Qué bien te ves así, hermanita —se burló Vanea en cuanto Esra dejó la bandeja sobre la mesa. Su voz era un veneno dulce—. ¿Sabes? Si mis padres no te hubieran sacado de ese orfanato, estoy segura de que así hubieras terminado: sirviendo mesas, lavando platos, rogando por propinas. Pero no en un lugar decente como este, sino en un localucho de tu clase. Esra no se dejó intimidar. Se irguió con dignidad, la mirada firme y la voz tranquila, aunque el corazón le latía con violencia. —Vanea, ¿crees que me humilla trabajar de mesera? —preguntó con una sonrisa serena. Luego, inclinándose levemente hacia ella, añadió con un filo en la voz—: Más te humillas tú, sentada aquí con un hombre casado. Por un instante, la sonrisa de Vanea se quebró, pero pronto la recompuso. —¿Estás celosa, hermanita? —replicó, inclinándose hacia adelante. Sus ojos brillaban con malicia—. Sabes bien que Burak sería mi esposo si no hubiera sucedido lo que sucedió. La respuesta de Esra fue rápida, tan cortante como un látigo. —Pero no lo es, Vanea. Es mi esposo. Y tú, por mucho que lo disfraces, no eres más que una ex. Siempre serás eso: la ex. El veneno de esas palabras penetró en el orgullo de Vanea como fuego en pólvora. Sintió rabia, tanta que no pudo contenerse. Con un movimiento impulsivo, tomó la taza de té caliente que tenía frente a ella y, fingiendo torpeza, se la arrojó encima a sí misma. El líquido ardiente le resbaló por el pecho, empapando su blusa. El grito fue ensordecedor. —¡Ahhh! ¡Oh, Esra! —exclamó Vanea con lágrimas teatrales en los ojos, sacudiendo la tela empapada. El grito resonó en todo el restaurante, atrayendo miradas curiosas y alarmadas. Burak, que acababa de colgar el teléfono, giró de inmediato y corrió hacia la mesa, su rostro desencajado por la preocupación. —¡Vanea! —exclamó—. ¿Qué pasó? —Burak… no seas cruel con ella —gimió Vanea, señalando a Esra con un dedo tembloroso—. Fue un accidente, yo… estoy segura de que no lo hizo con intención… La mirada de Burak se encendió como un incendio. Sus ojos, oscuros y furiosos, se clavaron en Esra con tal intensidad que ella sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies. —Yo… —intentó hablar, pero las palabras murieron en su garganta. —¡Burak, me duele! —se quejó Vanea con dramatismo, aferrándose al brazo de él. Burak maldijo entre dientes y, sin pensarlo, la cargó entre sus brazos. El gesto fue tan protector, tan lleno de urgencia, que todos los presentes lo interpretaron como una prueba irrefutable de amor y devoción. Esra se quedó inmóvil, viendo cómo su esposo llevaba a su hermana en brazos hacia la salida, con una expresión de angustia que ella jamás había visto dirigida hacia sí misma. Los ojos de Esra se llenaron de lágrimas que esta vez no pudo contener. Su corazón dolía, dolía como si mil agujas lo atravesaran al mismo tiempo. Era un dolor tan profundo que apenas podía respirar. Alrededor, las voces comenzaron a murmurar. —¿Lo viste? ¡Le arrojó el té encima a su propia hermana! —Qué mujer tan cruel, y todo por celos. —Burak Hakan ama a Vanea, solo hay que mirar cómo la protegió. —Seguro pronto la convertirá en su segunda esposa. Es obvio que a la primera no la quiere ni un poco. Las risas y los comentarios maliciosos se multiplicaban como serpientes, envenenando aún más el ambiente. Esra no respondió a esas voces. No le dolía lo que la gente dijera, porque estaba acostumbrada a vivir bajo rumores y prejuicios. Lo que realmente la destruía era la realidad frente a sus ojos: Burak, el hombre que amaba profundamente, no solo la despreciaba, sino que parecía capaz de entregar toda su ternura y cuidado a otra mujer.