Caía la tarde cuando madre me hizo saber que Aine preguntaba si podía visitar a Risa con los niños. Mi pequeña hizo un esfuerzo por abrir los ojos y asintió, buscando a tientas mi mano, su otro brazo ciñendo al bebé que dormía profundamente junto a su pecho desnudo.
—¿Quieres que vengan, amor mío? —le pregunté con la mente, para cerciorarme de haberla comprendido.
—Sí, quiero que lo conozcan.
Le respondí directamente a Aine y me incliné a besar la mejilla pálida de Risa, que trató de sonreír.
—Hablar así es mucho más fácil —dijo, y aún con la mente su acento sonaba fatigado.
—A que sí —sonreí—. Y cuando aprendes a cerrarte, es mucho más discreto.
—Ya me imagino.
—Imagínate entonces las cosas que podr&eac