—Señorita.
Aquella palabra sacó a Regina de sus pensamientos y la hizo mirar a la mujer que tenía enfrente. La niña dulce y tierna de antes ya no estaba. Había perdido esa sonrisa radiante y confiada, y ahora su expresión era dura, marcadamente indiferente.
Doña Elvira se secó las lágrimas y, con la voz quebrada por el llanto, le suplicó:
—Señorita, usted sabe bien que me divorcié hace mucho tiempo. He sacado a mi hijo adelante yo sola todos estos años, y no ha sido nada fácil. Yo creí que ahora que creció y se casó, por fin podría descansar, vivir un poco mejor, pero... quién iba a imaginarse que le pasaría una desgracia así. Mi hijo es mi vida entera, señorita. Si algo le pasa, yo ya no quiero vivir...
—Usted sabe lo del aborto de mi mamá, ¿verdad?
La expresión de doña Elvira se congeló. Miró a Regina, negó por instinto y quiso responder, pero antes de que pudiera decir algo, la joven continuó:
—Puedo hablar con Gabriel sobre la operación, pero a cambio, usted tiene que contarme abso