Iris
No podía dormir, aunque el sol ya empezaba a asomarse en el horizonte. La pesadilla todavía rondaba mi mente; la sonrisa cruel de Marcos, el dolor ardiente, las caras burlonas de los que hasta ese momento suponía que eran mi familia, mi manada.
Pero había algo más que no dejaba mi mente en paz: la sensación de estar a salvo en los brazos de Carlos, el calor de su piel cuando intentaba calmarme. Pensar mucho en eso era peligroso.
En vez de seguir dando vueltas en una cama con un colchón que se sentía como una nube, decidí salir de mi habitación. Todo estaba en silencio a esa hora, y nadie me detuvo mientras iba hacia el jardín. El frío de la mañana anunciaba que el invierno ya se acercaba, así que me abracé a mí misma y dejé que por instinto, mis pies me llevaran hacia el extremo del terreno.
Sin darme cuenta, llegué a lo que debía ser el jardín medicinal de la manada. Filas ordenadas de hierbas se extendían frente a mí, sus aromas se mezclaban con el aire fresco. Había algo en es