Demente

Henrick intentaba hacer de aquel beso una caricia apasionada, pero Eloísa no le permitía llevar a cabo sus intenciones. La mujer no dejaba de retorcerse y suplicar, como si su simple toque fuese un carbón ardiente.

El ego de Henrick se estaba viendo fuertemente pisoteado ante aquella reacción. Le molestaba, le molestaba demasiado.

—No te lo pienso repetir, quédate quieta—exigió separándose apenas de sus labios.

—Déjeme, por favor. No quiero hacer esto—suplico Eloísa con sus ojos llorosos, haciendo a un lado su actitud fuerte.

Henrick maldijo en voz baja y se apartó, su mirada se oscureció y el odio que sentía se hizo más notorio.

—Mañana regresaré y espero que tu actitud sea otra—dicho esto se marchó, dejándola llorando en el suelo de aquella habitación.

«¿En dónde se había ido a meter?», se preguntó Eloísa, recordando que su vida en Suiza era tan pacífica. Ahora, estaba atrapada en ese país con un contrato que cumplir.

Eloísa no supo cuánto tiempo pasó engarrotada en el suelo,
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