La mansión de Ares, enclavada entre árboles milenarios y protegida por antiguas runas, respiraba una calma que contrastaba con la tormenta que todavía rugía dentro de Isabel y, sin embargo, cada rincón de ese lugar, cada objeto cuidadosamente elegido por él, le hablaba de amor, de redención, de un futuro que ambos aún podían escribir.
El calor del hogar que Ares había levantado para ella la envolvía con un aroma a leña, a hierbas, a algo perdido y recuperado. Las cortinas danzaban suavemente con la brisa, llevando consigo el murmullo de una vida que empezaba a renacer. Lucía aparecía cada mañana con una taza de infusión caliente en las manos, sin preguntar demasiado, sin juzgar. Solo estaba ahí, como un pilar silencioso.
Henrry merodeaba en silencio por la casa, más protector que nunca. Había jurado no volver a fallarle, ni a ella, ni a Ares, ni a los pequeños que todavía dormían en el vientre de su madre y Nyssara… Nyssara tejía hechizos en la tierra, en las paredes, en el aire. Amul