El amanecer acariciaba las colinas con una tímida neblina plateada, como si el cielo también quisiera guardar silencio ante lo que acababa de sellarse. La bruma flotaba entre los árboles como un manto sagrado, un velo entre el mundo espiritual y el físico, como si incluso la naturaleza comprendiera que algo profundo había cambiado.
Lucía respiraba agitada, con el cuerpo aún tembloroso y el alma vibrando en una frecuencia que jamás había experimentado. Sus ojos estaban abiertos, fijos en el cielo, que clareaba poco a poco sobre sus cabezas. No había dormido, no podía y no porque la mordida de Henrry la hubiera debilitado, aunque sí lo había hecho, robándole parte de su energía vital durante unos minutos eternos, sino porque por primera vez en su vida sentía en su carne, en su sangre, lo que era estar conectada con otro ser de forma absoluta. Lo sentía en su médula, en sus pensamientos, en sus emociones.
No era solo un lazo físico, era una imprimación del alma.
Cada emoción de Henrry