La Huella
La Huella
Por: F. Dianela C. Maita
La sombría Corina

—¿Desde cuándo? —Entre sollozos y rostro consternado, éstas fueron las únicas palabras que pudieron articular los labios de Corina al descubrir un secreto que rompió su corazón en mil pedazos y dejó una gran herida en su alma.

Son las dos de la mañana cuando Corina Méndez abre sus ojos por los rugidos de una tormenta que viene acercándose con mucha prisa. Entre dormida y despierta se sienta en su cama y mira a su lado, no se encuentra nadie; luego a su alrededor, observa una habitación oscura y fría en la que sólo ella está, en ese momento termina de despertar y recuerda que se halla cubierta por un manto de tristeza, soledad y decepción desde hace pocos meses; se recuesta nuevamente, se envuelve entre sus sábanas y lágrimas empiezan a brotar como un manantial durante largo rato, hasta quedarse dormida nuevamente.

Ha amanecido, es un día radiante y hermoso, las aves cantan y vuelan felices después de aquella noche tan lluviosa que ha purificado todo, todo fuera del departamento de Corina; en su interior es gris, se respira un aire de profunda tristeza. Corina abre lentamente sus ojos hinchados, mira el reloj y se da cuenta de que llegará muy tarde a su trabajo, entonces, se levanta rápidamente y se pone en marcha.

Como todos los días, llega a la oficina tan distraída que no se percata que alguien le de los buenos días, ya no habla ni saluda a nadie de allí, solo con sus jefes cuando es necesario. Corina es una mujer que luce delgada, de ojos color miel sin vida, hundidos y rodeados de ojeras; labios pálidos, cabello corto y desaliñado, además, viste siempre ropa olgada de colores lúgubres. Sus compañeros de trabajo ya la ignoran, pues, la ven como una persona solitaria, no importa de qué buenas maneras traten de acercarse a ella, hará caso omiso de la existencia de ellos; solo conversa de vez en cuando con sus dos únicas amigas, Diana y Avril, ésto si decide reunirse con ellas o contestar sus constantes llamadas. Su sombría vida no siempre fue así.

Corina Méndez era una mujer hermosa, tenía una larga cabellera castaña y lisa, vestía muy bien y bastante elegante, estaba llena de vida, era amable y siempre sonreía. No hablaba mucho de su vida personal con sus compañeros de trabajo, pero cuando la necesitaban estaba ahí para ayudar y dar buenos consejos. Constantemente querían conversar con ella, inspiraba confianza y nunca se expresaba mal de las personas, irradiaba buenas vibras, no dejaba de ver el lado positivo a alguna eventualidad. Después de haber estado ausente durante algunos días, llegó a la oficina con aquel semblante sombrío. En efecto, sus compañeros estaban preocupados por ella, intentaron acercarse de mil y un maneras para saber qué le ocurría y ver en qué podían ayudarla, pero ella simplemente los ignoró, su cuerpo estaba allí pero ella ya no; con el tiempo, ellos se rindieron. Solo sus amigas sabían lo que le había ocurrido.

Hace pocos meses Corina sentía que su vida era perfecta. Tenía un padre ejemplar, Edmundo, quien la educó solo desde que ella tenía 8 años, ya que su madre había perdido la batalla ante el cáncer de senos. Aunque eran una pequeña familia, eran felices, tenía un padre amoroso, entregado a su hija, comprensivo y a quien ella le contaba casi todo, era su mejor amigo. También tenía un esposo que para ella era perfecto, consideraba que era un hombre caballeroso, atractivo, comprensivo y fiel, la ayudaba en lo que podía, ya tenían siete años casados. Poseía un trabajo que disfrutaba y que era bien remunerado. Habían adquirido una hermosa casa con un gran jardín, como siempre había soñado, pues, los jardines le recordaban a Amelia, su madre, ahora deseaba con ansias que un pequeño retoño al fin llegara a la familia. ¡Qué más podía pedirle a la vida!

El 15 de mayo era el séptimo aniversario de Corina y su esposo, llovía fuertemente, como nunca; Rubén le pedía que se quedara acurrucada con él, no iría a trabajar, pero ella no podía, tenía que asistir obligatoriamente a resolver unos pendientes en la oficina. En realidad, había planificado ese día durante meses; Rubén siempre había querido conocer Italia y Corina le daría ese regalo como una sorpresa cuando llegara a casa. Partirían esa misma tarde.

Eran las diez de la mañana y Corina ya había dejado todo en orden en la oficina para las próximas dos semanas, ahora se dirigía a casa de su padre, se despediría de él. Tocó la puerta varias veces y se dio cuenta de que no estaba, por lo que siguió hacia su casa muy emocionada para darle la sorpresa a Rubén, pensó en pasar de nuevo a casa de su padre antes de ir al aeropuerto, no podía irse sin despedirse de él.

Cuando Corina llegó entró cuidadosamente para sorprender a su esposo, supuso que estaba dormido, pues, el clima lluvioso se prestaba para eso; abrió lentamente la puerta de la habitación y nada la había preparado para aquella escena.

Ahí estaban, su padre y Rubén, abrazados, desnudos, juntos, piel con piel y besándose apasionadamente. Corina se llevó una mano para tapar su boca y no dejar escapar algún sonido, sus lágrimas brotaban incontrolablemente; observó por unos largos segundos esa escena tan desgarradora para ella, pensaba que era una pesadilla, tal hecho no podía ser real; por tal motivo, observó y observó, esperando que esa alucinación se disipara; de pronto, Edmundo se percató de que ahí, justo en la puerta, estaba su hija. Inmediatamente empujó a Rubén con toda la fuerza que tenía que lo sacó de la cama, a su vez, se levantó brúscamente con una mano hacia su hija y otra intentando tapar su sexo desnudo:

—¡Hija, espera, ven, déjame explicarte...!

Corina se apartó para evitar que su padre la tocara y con voz ronca y entrecortada, sólo preguntó:

—¿Desde cuándo? —Fueron las palabras que pudieron articular sus labios. Mientras Rubén tomaba una sábana y se la colocaba en la cintura cuando se ponía de pie.

Rubén y Edmundo se miraron, con rostros angustiados y dolidos por lo que le habían hecho a Corina y lo que le dirían, pero en un abrir y cerrar de ojos ella había salido de la habitación, sin decir nada más. No quería saber la respuesta a su pregunta, ya que no había ningún tipo de excusa ni explicación para semejante traición de los hombres que más amaba. Rubén salió corriendo tras ella, no quería perderla; fue en vano, ya ella se había marchado.

El corazón de Corina se destruyó en mil pedazos, aquella mujer radiante y sonriente, segura de sí misma, que vivía en una burbuja de ingenua felicidad acababa de morir.

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