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Capítulo 27. El muro invisible

Desde aquella tarde en la mansión, una capa de hielo se instaló entre nosotros. Alejandro ya no me miraba de la misma forma. La risa de la película, el caos de las palomitas, todo eso había quedado atrás, reemplazado por un silencio que pesaba en el aire.

No había gritos, no había reproches, no había escenas. Solo un abismo y su silencio gravaba más que cualquier palabra. Era una forma de castigo que no necesitaba argumentos.

Las cenas en la mansión se convirtieron en un suplicio. La mesa, tan grande y elegante, se sentía como un desierto. Sus ojos se posaban en mí apenas un instante, lo suficiente para que mi piel se erizara, para que mis sentidos se pusieran en alerta, y luego desviaba la mirada como si yo no existiera.

Esa indiferencia me dolía más que si me hubiera gritado. Lo conocía demasiado bien. Sabía que su calma era solo la fachada de un volcán, una pared que construía entre él y sus emociones. Y la pared ahora estaba entre él y yo.

—¿Estás bien? —preguntó Mariana una noche
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